Wagner siempre exhibió un sentido del humor cruel y poco confiable. Y se quejaba a menudo de que a Liszt y a Nietzsche nunca les gustaban sus chistes. Por esa razón, no debería sorprendernos que, bajo la superficie de su gran comedia Los maestros cantores de Núremberg, con situaciones prototípicas de parodia y pantomima, también encontremos drama y violencia. Quedó claro, el pasado miércoles, 24 de abril, en el Teatro Real, en la magistral escena entre Sixtus Beckmesser y Hans Sachs del tercer acto.
Fue lo mejor de la nueva producción del director de escena francés Laurent Pelly. Con un retrato memorable del pedante escribano, que cantaba por primera vez el barítono neoyorquino Leigh Melrose, en otra modélica creación de este superdotado actor y cantante en el coso madrileño. Visiblemente maltrecho por la paliza de la noche anterior, Beckmesser se cuela en casa del zapatero, una morada solitaria, desvencijada y llena de libros apilados. La orquesta ilustra su llegada con una admirable pantomima de motivos conductores que nos permite escrutar sus pensamientos.
Un pasaje de una plasticidad narrativa admirable en manos de Pablo Heras-Casado y la Orquesta Titular del Teatro Real. El escribano rememora los amargos recuerdos del acto anterior, con su frustrada serenata, la pelea nocturna y los celos que siente hacia su rival Walther, una música que Melrose acompaña con una dificilísima corpografía de tics y gestos que recuerdan al cine mudo. Descubre el poema, que Sachs le cederá para su escarnio público. Y la maliciosa jugarreta recuerda la forma en que Wotan trató a Mime en Sigfrido. El venerable y humano zapatero también tiene un lado cruel y despiadado.
Esta puesta en escena del régisseur francés suponía el esperado regreso de Los maestros cantores al Teatro Real, tras la visita de la Staatsoper berlinesa, en junio de 2001, con la última producción de Harry Kupfer. Este director escénico germano abogó, en un libro de 2003 sobre esta ópera de Wagner, por dejar de pedir disculpas acerca del uso que hicieron de ella los nazis. Y convertir la referencia al “sagrado arte alemán”, que proclama Sachs en su arenga final, en un sinónimo de la defensa de la cultura alemana en una Europa unida. Sorprende que Pelly subrayase esa parte de la arenga final con un telón oscuro que fue acompañado por discutibles omisiones de algunas palabras en los subtítulos.
Fue el punto menos acertado de una producción impecable a nivel escénico y fiel a la obra de Wagner. Pelly añade un efectivo diseño de vestuario con aire popular que combina con una excelente dirección de actores. Una labor que le permite ahondar en la personalidad de cada uno de los doce maestros cantores, conectar las parejas de enamorados e identificar al coro. Se beneficia de una efectiva escenografía de Caroline Ginet y una sugerente iluminación de Urs Schönebaum. Un espacio escénico medio derruido que se gira y altera para evocar las localizaciones de los tres actos y destaca, en el segundo, con esas casitas de cartón que representan los tortuosos callejones de Núremberg. Tampoco faltan los encuadres, tan habituales en las producciones de Pelly por influencia del cine, que convierte a los maestros cantores en un tableau vivant.
La dirección musical de Heras-Casado cosechó sonoras ovaciones al final. El director granadino, que regresaba al Teatro Real tras obtener el beneplácito de la crítica y el público en el Festival de Bayreuth, extrajo de la excelente Orquesta Titular del Teatro Real un sonido más compacto con una paleta más variada que en sus actuaciones de años pasados al frente del Anillo. Pero su ascenso a este everest musical que son Los maestros cantores fue irregular. Lo comprobamos en la obertura, donde Wagner resume la trama de la ópera en una magistral forma sonata, que no terminó de despegar por muchos decibelios que se añadieran al final. Los vaivenes narrativos fueron constantes en los dos primeros actos, donde un sentido de claridad y fluidez se combinó con algo de brocha gorda en la gigantesca fuga que cierra el segundo acto. No obstante, el tercero fue muy superior e incluyó los mejores momentos de la noche, tanto en la referida escena entre Beckmesser y Sachs como en la danza de los aprendices.
El barítono Gerald Finley encabezó un buen reparto con varios cantantes españoles. Construyó un Sachs sin la dimensión vocal de un Wotan, pero con un indudable atractivo vocal. El cantante inglés, que fue uno de los triunfadores de la noche, añadió una vertiente muy humana al tercer acto, que arrancó con un excelente monólogo Wahn, Wahn. Otro de los triunfadores de la velada fue el maniático Beckmesser de Melrose, que convirtió su dificilísima intervención en el certamen de canto en uno de los momentos más divertidos y logrados de toda la noche. Y el tercer triunfador fue el sólido y cavernoso bajo surcoreano Jongmin Park, como el orfebre Veit Pogner, que remontó el primer acto con un magnífico Das schöne Fest, Johannistag.
No convenció el tenor croata Tomislav Mužek, como Walther von Stolzing, a pesar de su resistencia. Una voz lírica demasiado monótona que no consiguió emocionar ni siquiera en el certamen de canto. Su enamorada, la soprano estadounidense Nicole Chevalier, fue una Eva tan sobreactuada como inexpresiva, que no encontró la dulzura y el refinamiento que requiere el inicio del conmovedor quinteto del tercer acto. Bien la Madgalene de la mezzo alemana de origen bielorruso Anna Lapkovskaja, a pesar de su forzado agudo en el tumulto que cierra el segundo acto. Y muy destacado el David del tenor alemán Sebastian Kohlhepp con una excelente explicación de los tonos de los maestros atenta a los adornos y las coloraturas.
Entre los maestros cantores cabe destacar el convincente Fritz Kothner, del barítono murciano José Antonio López, con su brillante exposición de las Leges Tabulaturae y, entre los secundarios, merece una mención especial el sepulcral Sereno del bajo ucranio Alexander Tsymbalyuk. Por último, no puede terminarse sin una mención a la magnífica labor del Coro Titular del Teatro Real, que prepara José Luis Basso, con una brillante escena final en la pradera donde Pelly volvió a desplegar, una vez más, su magia sobre el escenario.
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