8 de octubre de 2024

Radio Clásica

Argentina

José Carreras: “No creo en Dios. Creo en algo superior. No he descubierto qué es”

—¿Cree usted en Dios?

—No.

José Carreras (Barcelona, 77 años) nació con una de las voces musicales más formidables del siglo XX, lo que a su manera es un milagro, y años después, enfermó y se curó de un cáncer fulminante, lo que a su manera es otro milagro. Ahora, esta mañana de primavera al menos, pierde la mirada con frecuencia al hablar, y guarda silencio, a veces en mitad de una frase, en pausas cortas y hondas, y cuando lo hace da la impresión de que sabe algo que los demás no, que de tanto contacto con la ópera, la gloria, la muerte, la resurrección y demás contrafuertes de lo trascendente ha terminado por adquirir algún conocimiento profundo e imposible de expresar con palabras.

Pero José Carreras no cree en Dios. Es un hombre de pelo blanco, modales exquisitos y la sonrisa, aún, de quien ha sido muy guapo durante muchos años. Clásicamente trajeado –chaqueta y corbata azules, pantalón gris– y sentado en su despacho en la Fundación José Carreras, donde recibe la luz plateada de un día lluvioso en Barcelona, se disculpa por las pausas, que no tienen nada que ver con lo invisible, inefable e incognoscible sino con la edad, dice con esa sonrisa.

—Yo no soy un hombre excesivamente religioso pero sí un hombre que, como la mayoría, cree en algo superior. Aún no he descubierto qué es. No creo que lo descubra nunca.

El despacho está lleno de fotos, diplomas y recuerdos que cuentan su increíble historia. La del niño de barrio que acabó cantando en el Liceu, en la Scala, en la Ópera de Viena, en el Covent Garden, en el festival de Salzburgo, sin más facilidades ni favoritismos que el don de su voz y su voluntad de trabajar mucho, de hacer mucho. El atleta musical que dio la vuelta al mundo insuflándole vida nueva, la suya, a partituras centenarias en salones todavía más centenarios donde el público esnob y murmurador lloraba al oírle y se ponía de pie para aplaudirle, el que apasionó a Caballé, a Karajan, a Bernstein, a Muti, a Abbado y a quien más anduviera por la planta noble de la música clásica de su generación. El superdotado físicamente que, un día y de repente, se vio definido por la enfermedad, la vulnerabilidad y, luego, contra todo pronóstico, la sanación. La figura pública sin parangón en el siglo XXI español, capaz de representar a su país desde el franquismo hasta hoy, de encarnar la excelencia sin olvidar sus raíces obreras, de no despertar animadversiones interesadas, el hombre sentado este jueves en el despacho, el que parece meditar cuando busca una palabra a mitad de frase, alguien cuya vida está tan atravesada por la magia, por aquello que no vemos pero sí sentimos y es real, alguien a quien cuesta tanto mirar desde el agnosticismo que al oírlo es casi imposible no preguntarse cómo será envejecer para una persona que ha existido entre milagros.

—Algo te da fuerza cuando la necesitas. No sé el qué.

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Carreras creció en la ruina de la España de posguerra y en una Barcelona derrotada y proletaria. “Vivíamos, toda la familia, en el barrio de Sants, barrio trabajador pero también… muy comprometido, si queremos usar esa palabra”. Su madre era peluquera. Su padre, maestro durante la República; el franquismo le obligó a convertirse en cabo de la Guardia Urbana. “Era de los que llevaba el salacot ese blanco, muy impresionante cuando llegaba a casa”. Cuando su padre le llevaba al fútbol, él se metía dentro de ese abrigo para colarse.

“Un domingo por la tarde, yo tendría unos seis años, fuimos toda la familia a alguno de los cines del barrio. Daban la película El Gran Caruso [de 1951, en la que Mario Lanza interpreta al tenor italiano, que empezó cantando en la calle y acabó hecho una leyenda de la ópera]. Me impactó. Me impactó, aparte de la música y el canto, la figura de Mario Lanza, un hombre muy carismático y con una magnifica voz. Me entusiasmó. Entonces empecé, a mi manera, a cantar algunas de las melodías que había oído en la película. Y aquí empezó todo”. Su madre movilizó a una amiga suya, Marta Prunera, profesora de música, para que le formase al chaval. Su padre, al año siguiente, logró meterle en una clase del Conservatorio Municipal (“con matrícula gratuita, naturalmente, en aquellos años se tenía que pensar en todo”) y le llevó al Liceu a ver a Renata Tebaldi en noviembre de 1953. Se sentaron en el quinto piso.

“No soy un hombre excesivamente religioso pero, como la mayoría, creo en algo superior. No he descubierto qué es”

A los once años cantó él en el Liceu, como el narrador de El retablo de maese Pedro, de Falla, junto al barítono Manuel Ausensi y con José Iturbí de director: era 1958 y Carreras había despuntado un poco antes en algún programa de radio interpretando La donna é mobile. “Sí, pero esto fue puntual, ¿no? Mis padres, con muy buen criterio, nunca quisieron que yo me convirtiera en… no quiero decir la palabra… en una atracción de feria, digamos. Ni muchísimo menos. Ellos consideraron que era muy importante que yo continuara mis estudios de música y mis estudios habituales, pues en este caso de bachillerato”. Carreras entra aquí en una larga pausa, con la mirada puesta en la ventana. “Bueno. La vida ha ido por muy bien camino siempre”. Lo que cabe entre esa pausa y esa conclusión es que él se centró en estudiar Química y lo acabó dejando. Que en 1970, por el propio peso de su talento y una irreductible capacidad de trabajo, recayó en su primer gran personaje en el Liceu, Genaro en Lucrezia Borgia, de Donizetti. Que a Lucrecia la interpretaba una Montserrat Caballé en plena apoteosis de su estrellato mundial, y que ella se quedó tan prendada de su voz que emplazó a su representante, o sea, su hermanos Carlos, a que ayudase a este novato en todo lo que pudiera. Que Carreras se convirtió en parte de la familia Caballé y se encontró ante una serie de posibilidades a las que se entregó con gratitud obrera.

Debutó en Italia en 1971, como Rodolfo en La Bohème en Parma, y el clamor crítico le abrió las puertas de Londres con Maria Stuarda, de nuevo Donizetti y de nuevo junto a Caballé; aquel éxito le permitió debutar en Estados Unidos en 1972 como Pinkerton en Madama Butterfly, de Puccini, en la New York City Opera y allí se quedó dos años, exhibiendo su creciente talento en la piel de Cavaradossi en Tosca; de Rodolfo en La Bohème; de Alfredo en La Traviata, de Edgardo en Lucía di Lammermoor o del Duque de Rigoletto: algunos de los roles más jugosos de su registro, el lírico, ante el público más sediento de novedades, el de Estados Unidos.

“En su mejor momento, a mediados de los setenta, Carreras era un tenor lírico genuinamente impresionante”, cuenta de él Ted Libbey, legendario crítico musical de The New York Times en los ochenta y presentador de programas de música clásica de la radio pública estadounidense NPR entre 1987 y 2003. “Con esa voz acaramelada y ese ardor en el fraseo, recordaba a un joven Giuseppe di Stefano. Cantaba de forma natural, espontánea y tan lírica que resultaba arrebatador. Su voz desprendía, en los registros más altos, un fulgor con destellos de fuego inexistente en cualquier otro lugar”.

José Carreras posa en exclusiva para ICON en Barcelona.

En 1975, se le planteó la posibilidad de debutar en la Scala de Milán. Por la partitura, la complicada Un ballo in maschera de Verdi, y por la juventud del cantante, se le advirtió de que era un riesgo, que se jugaba un desastre irreparable. Fue una de las mejores noches de su vida. “Canté aquella noche… Digamos, que en la vida de un tenor, al menos para mí, de 100 funciones, hay 70 que son normales. Todo va bien, te encuentras bien. Hay 15 donde el problema está en acabar la función porque no te encuentras con las condiciones. El aire acondicionado, el clima… todo eso influye en la voz de los cantantes. Pero luego hay otras 15 funciones. El día que te encuentras con la bendición, que te… ‘¡Oh, oh, oh, hoy puedo hacer lo que me echen!’, para decirlo en modo castizo”, se incorpora en la silla, levanta los brazos, abre los ojos. “Tuve la suerte de que mi debut en la Scala fue una función especialmente buena”. Aquel 13 de febrero de 1975, jueves, el chaval de Sants, el niño que se tenía que esconder en el abrigo de su padre para ver al Barça, se consagró como estrella operística internacional, su voz coronada como una de las mejores de su época.

El nombre Carreras empezó a despuntar en el ocaso de la ópera chic, era en la que el abaratamiento de los tocadiscos domésticos permitió que las actuaciones más sublimes de los teatros más burgueses se escucharan por primera vez en los salones de cualquier hogar. Ssurgió un nuevo público para el que esos vinilos eran un símbolo de estatus, y con ese nuevo público, la demanda de nombres reconocibles. A la vez, se había extendido un nuevo estilo de interpretación entre los tenores líricos. Plácido Domingo, Luciano Pavarotti o Jaume Argall se habían hecho famosos por reforzar lo teatral en las letras: funcionaba especialmente bien para quien seguía ópera solo por las grabaciones. Carreras era el rey de ese registro, como lo de era de ese formato.

“Se da la casualidad de que los papeles que más me desaconsejaban los gurús [por arriesgar su voz] después han sido, con toda modestia, mis mayores éxitos”

Su cara estaba en vinilos legendarios como el Simon Boccanegra de 1977, dirigido por Claudio Abbado en la Scala o el Carmen de 1983, junto a Agnes Baltsa y dirigido por Herbert von Karajan. “La fuerza del destino [en 1978] o Andrea Chénier [1985] en la Scala”, completa ahora, preguntado por sus mejores momentos. “En la Ópera de Viena, funciones con Karajan: Don Carlo [1978], Aida [1980]. La Tosca de Berlín [1980]”.

Karajan, uno de los mejores directores de su generación, fichó a Carreras para los principales papeles del festival de Salzburgo de los ochenta: muchos de los mejores directores de aquella querían trabajar con el tenor. El alemán hoy es tildado de nazi si no por su ideología, por su forma de tratar a las orquestas: “No, no, no, no, no es verdad. Karajan era una hombre que lo que quería es que la función tuviera el máximo esplendor, por qué no decirlo. Era siempre el primero en llegar y el último en marcharse. Era de una disciplina extraordinaria y rigurosa pero, al mismo tiempo, y hablo siempre por mis sensaciones con él, era como un padre cuando dirigía”.

—¿Ricardo Muti?

—Bueno, Muti es napolitano [ríe]. Un talento extraordinario.

—¿Abbado?

—Un intelectual de la ópera. Por su modo de ver la música. Cómo proyectaba sus conocimientos y su talento. Era un hombre… comprometido, muy de izquierdas.

—¿Eso es raro en la ópera?

—No.

—¿Leonard Bernstein?

—[Pausa] Imagínese usted que mañana le dicen: ‘Tienes que cantar La fuerza del destino y va a estar Verdi en el podio’. Esa era la situación.

De todas las célebres grescas que tuvo con músicos en sus últimos años Bernstein, el volcánico Bernstein, el de resultados brillantes y formas cuestionables, la más antológica, la que vuelve y vuelve resurgir en las redes, es la que tuvo con Carreras grabando su propia composición, West Side Story, en septiembre en 1984. Está documentada en vídeo y publicada en VHS por la misma casa. Director, tenor y orquesta están en un estudio en Nueva York. Bernstein detiene la orquesta en cuanto Carreras abre la boca, una, dos, tres veces. “Pepe, te estás adelantando”. “Te has ido a una clave de si mayor en vez de la mayor”. Carreras intenta responder, Bernstein arranca la orquesta para callarle. Uno parece desesperado, aterradoramente irritado. “Te has adelantado”. “Otra vez Compás 63″. Y una voz en off: “Compás 63, toma 135″. Vuelven a empezar, vuelven a parar: “Estíl?”, estalla Bernstein sobre la forma española del cantante de pronunciar still en la letra “maybe just by holding still”. Cuando la orquesta vuelve a pararse más tarde, durante la grabación de María, la balada más famosa del musical, Carreras cierra su partitura y se marcha del estudio. La versión de Carreras con Bernstein de esa canción, dicen, es la mejor jamás grabada.

“La verdad es muy sencilla. La sesiones iban de diez a una y de tres a seis. Con al orquesta de RCA, nada menos, que grabamos en el RCA Building de Nueva York. El día anterior me habían dicho: ‘Mañana a primera hora haremos esto’. ‘Muy bien, maestro, sí señor, solo faltaría’. Llegan las diez: no. Llegan las once: no. Las doce, la una. ‘Bueno, será por la tarde’. Las tres, las cuatro. Y a las seis menos diez: ‘José, ven que vamos a cantar María’. ‘Maestro. No me dé diez minutos para el momento más importante de la obra’. ‘No, no. Ya verás que sale muy bien’. Yo estaba tenso de todo el día y así fue. Pero siempre he tenido una gran admiración por Bernstein”, cuenta. “Cada poro de su cuerpo transmitía música. Un hombre nada fácil, ¿eh? Nada fácil. Ya no hace falta decirlo”.

·

Casi todo había cambiado entonces, y lo que no, iba a hacerlo dramáticamente. La voz de Carreras empezó a acusar en los ochenta ese rasgo de la personalidad de su amo: la necesidad de estar a la altura, de no renunciar a una oportunidad, de superarse, de trascender el sonido lírico, buscar papeles dramáticos, y abordarlos con abandono apocalíptico, dejarse en alma en ellos. Dejarse la voz. “Pasar de tenor lírico a dramático no implica cambiar de registro, no es cantar más agudo o más bajo. Es el color y la intensidad del sonido: el volumen, por hablar llanamente”, cuenta Tim Anderson, director de orquesta especializado en ópera. “Estos papeles exigen un instrumento distinto al del tenor lírico, o, al menos, que el instrumento lírico haya desarrollado ciertas capacidades”.

Los efectos de cantar papeles dramáticos cuando el instrumento no se ha desarrollado aún pueden ser catastróficos. “Los cantantes de ópera tomamos dos piezas muy pequeñas de piel, las cuerdas vocales, y las sometemos al esfuerzo y la coordinación de un atleta olímpico”, explica el contratenor Anthony Roth Costanzo, director general y presidente de la Ópera de Filadelfia. “Si las forzamos más allá de sus límites, o no elegimos un repertorio que respete esos límites, ahí empiezan los problemas. No se debe equilibrar lo que uno siente y lo que uno canta, no equiparar la pasión por una pieza con la realidad física que demanda”.

Carreras se lanzó a por este tipo de personajes. Manrico de Il Trovatore, Andrea Chénier, Canio en Pagliacci. Los acomeitó todos, sometió su voz a todos. Su Radamés en la Aída de 1980 es un ejemplo paradigmático de una garganta brillando y sufriendo por la carga emocional. La total entrega que le había llevado a la Scala en 1975, empleada a diario. A mediados de los ochenta, sus registros agudos eran menos ricos, los más bajos, menos brillantes. Su voz se había vuelto, simplemente, más ronca.

Carreras todavía se rebela contra ese consejo. “Se da la casualidad de que estos papeles, ya veremos si son dramáticos, que tenían desde el primer momento a gurús diciendo: ‘No, no, esto no, porque tal y cual’, después han sido, con toda la modestia, los éxitos más importantes de mi carrera. La fuerza del destino en la Scala. Sabía que había un riesgo pero [resopla] estaba más que contento de aceptarlo”.

—¿Sabía a lo que se exponía entonces?

—Hay dos cosas muy importantes. Para un cantante de ópera, aparte del instrumento, que es fundamental, y del talento, que es todavía más fundamental en mi opinión, está el entusiasmo con el que uno recoge un personaje y el carácter de una obra. Y a mí las óperas que me interesaban, sabiendo del riesgo, pues eran las del tenor lírico spinto. Yo encantado de hacer, porque soy un gran admirador, óperas de Rossini y algunas de Mozart. Pero no me veía en esta cuadratura del tenor ligero. Aparte de que mi voz tampoco lo es [suspira] o lo era. Digamos que a mí me atraían los personajes no heroicos pero sí románticos y que tienen algo que decir, aparte de cantar. Andrea Chénier, por ejemplo.

—Ha mencionado a Chénier [el idealista francés que se enfrenta a la corte del París prerrevolucionario y acaba guillotinado] en esta entrevista varias veces. ¿Es el arquetipo de rol que le atrae?

—Sí, es un personaje que, aparte de ser el tenor romántico que cantas arias y dúos maravilloso, está… el personaje, el hombre digamos… Cómo diría… Tengo la palabra pero… El hombre que… La edad no perdona… el hombre comprometido.

Es la misma palabra con la que, no hace tanto, definía el barrio de su infancia.

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El 18 de julio de 1987, Carreras entró en el hospital Clínico de Barcelona. Fue directo desde París, donde estaba preparando un nuevo personaje. Pasarían días antes de que pudiera salir del hospital. Leucemia linfoblástica tipo 3. Agudísima. Letal. Tuvo que dejar de trabajar de inmediato. “La primera vez que me cojo vacaciones en 17 años”, intentó bromear. Tenía 39 años, un pie en la tumba y el otro, en el comienzo de un largo y penoso viaje médico que marcaría los días que le quedasen por delante, los que fueran, y del que no se sabía nada. La primera tanda de medicación le provocó una infección maxilofacial; esa infección requería una intervención urgente; el tipo de anestesia empleada en la operación tendría efectos imprevisibles en su cuerpo, en su voz. En España se le buscó un donante de médula, entonces todavía un método revolucionario; en Estados Unidos se le propuso trasplantarle su propia médula tras someterla a un proceso completo de regeneración durante diez días, un método todavía más revolucionario, el único que al menos le ofrecía un 50% de posibilidades de vivir. Se hizo en el Fred Hutchinson Cancer Reserach de Seattle, el 16 de noviembre. Carreras permaneció en Washington la larga recuperación. Pasó la Navidad con su hermano Albert, vomitando y con náuseas. Cuando podía, escuchaba ópera en CD. Tenía el esófago tan ulcerado por la cantidad de antibióticos que no podía ingerir alimentos sólidos. Los médicos le retiraron los antibióticos, el paciente recayó y por un momento tras Año Nuevo, pareció que transplante había sido un fracaso.

El 29 de enero de 1988, los análisis confirmaron que la leucemia no se había reproducido.

El 21 de julio de 1988, Carreras volvió a cantar. Junto al Arco del Triunfo de Barcelona, en un concierto ante 150.000 personas, la reina Sofía entre ellas, el tenor dio las gracias “a la ciencia, al pueblo y a Dios”.

Siguió cantando los años siguientes. No tanto solo, sino como uno de Los Tres Tenores. Se había asociado a dos de los grandes cantantes líricos de su quinta, Luciano Pavarotti y Plácido Domingo, y, juntos, ofrecían conciertos en estadios a rebosar, donde fusionaban la ópera con la zarzuela, el musical y, a veces, el pop. Si su estilo teatralizado de cantar había resultado perfecto para la ópera chic de las grabaciones fastuosas, Los Tres Tenores, que ofrecieron su primer concierto en 1990 y el último en 2003, estaban diseñados para una era más acelerada, una de singles y radiofórmulas. Fueron habituales de los mundiales de fútbol. “Hicimos, en las Termas de Caracalla, el de Roma [1990], el segundo en Los Ángeles [1994], el tercero fue en París [1998] y un cuarto en Yokohama [Japón, 2002], siempre vinculados con el fútbol”, rememora Carreras.

Millones de personas fueron a verles, pocos seguramente los recuerden ahora. ¿Cuántos irían. a la ópera por verlos? “Creo que eran muy hijos de su tiempo, y a mí me gustaban de pequeño. Hoy no usamos la palabra fusión en ópera”, explica Roth. “Fue estupendo que llevaran los niveles más altos del canto clásico al público más amplio con selecciones muy creativas en su repertorio: podemos aprender de su monumental éxito pero debemos buscar formas distintas de hacerlo”.

Pavarotti murió en 2007 y en 2019, varias mujeres acusaron a Domingo de acoso sexual. El tenor admitió los hechos y dimitió como director de la Ópera de Los Ángeles. Carreras dejó las producciones de ópera, redujo su agenda de conciertos, se retiró de los titulares, dio hueco (y alguna clase) a los nuevos. Su historia estaba contada, como la de un atleta al pasar 50. Una cosa que le pasó a España en otra era, una figura totémica de cuando la cultura era totémica.

José Carreras posa en exclusiva para ICON, en Barcelona la pasada primavera.

“Será recordado siempre no solo por la belleza de su voz, sino por la veracidad que ha sabido insuflar a todos los personajes que ha interpretado”, añade por correo electrónico Luis Gago, crítico musical en EL PAÍS, coordinador en su día de la Orquesta Sinfónica de RTVE, editor del Teatro Real y miembro el Grupo de Expertos de Música Seria de la Unión Europea de Radiodifusión. “En un mundo como el de la ópera, basado en convenciones seculares y en la ficción de que es posible expresar cualesquiera sentimientos mediante el canto, él posee el raro don de conseguir que estos sentimientos resulten siempre creíbles, naturales, espontáneos, sin incurrir nunca en excesos ni amaneramientos”.

Aquel concierto multitudinario de 1988 tenía como objetivo recaudar fondos para la Fundación José Carreras contra la leucemia que él había creado el mes anterior, lo primero que hizo al recuperarse. El primer concierto de Los Tres Tenores, el que demostró el éxito y la durabilidad que podía tener el trío, también se ideó primero como recaudación de fondos para la Fundación. Si Carreras ha generado una fortuna tras su enfermedad, buena parte de esa fortuna ha ido al mismo sitio. Actualmente tiene sedes en Suiza y en Alemania.

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José Carreras no cree en Dios. Si lo hiciera, tal vez su tránsito por la enfermedad le habría empujado a pensar en la eternidad y el Más Allá y no tanto en este mundo. “Algo te da fuerza cuando la necesitas, no sé el qué”. Tras su sanación se entregó a los enfermos de leucemia y pacientes en potencia, como se había entregado a la Scala, a Radamés y a Karajan. Como si aquella época, en vez de ser la procesión hacia la muerte que dibujaron los medios, para él, hubiera sido una forma de ver la vida, de descubrir su entorno. “Se volcaron en mí tantas, tantas, tantas, tantas personas, miles de verdad, no son exageración, miles de cartas y de mensajes deseando que me recuperara. Gente de todo el mundo que ni sabían quién era yo exactamente, que ni estaban muy interesadas por la ópera. No, no, en esto fui muy afortunado, fui muy afortunado”, recuerda y aquí no hace pausas, aquí habla con la mirada fija e iluminada. “No es que yo me recuperara y me sentara en una silla ante la televisión, porque mi físico no me permitía otra cosa que esa, sino que volvía a recuperar todo lo que antes tenía”.

“A mí me atraían los personajes no heroicos pero sí románticos y que tienen algo que decir, aparte de cantar”

A Carreras cuesta mirarlo desde el agnosticismo porque su vida parece envuelta por la magia y el misterio, pero el agnosticismo es la mejor forma de mirarlo porque entonces todo lo que ocurriría porque sí ocurre por algo. Es un hombre, solo un hombre, de 77 años, sentado en un despacho bañado de luz plateada y cansado tras hablar de sí mismo durante una hora, un hombre que llegó donde llegó porque tenía una familia que potenció sus talentos, que emocionó como emocionó porque la humanidad tiene siglos de tradición musical a sus espaldas, que se curó como se curó porque la humanidad tiene siglos de tradición científica a sus espaldas y que su mundo, aunque sea uno en el que un chico de barrio haya logrado conquistar la más alta burguesía, es el nuestro y es el mundo que él quiere enriquecer, porque es mejor eso que creer en lo invisible.

—¿Cómo se procesan los milagros siendo agnóstico?

—Bueno, cuando estás enfermo tienes mucho tiempo para pensar. Aunque no estés en la mejor de las condiciones. Y esto evidentemente es algo en lo que piensas. Y lo continúo pensando igual que antes, ahora. “Bueno, yo algo tengo que hacer”. La primera idea fue que era alguna fundación. Porque algo tengo que hacer. Por agradecimiento.

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