7 de octubre de 2024

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Critica: Salzburgo, calzonazos más que idiota

FESTIVAL DE SALZBURGO 2024

Calzonazos más que idiota

EL IDIOTA. Ópera en cuatro actos, de Mieczysław Weinberg. Libreto de Alexánder Medvedev, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski. Repar­to: Bogdan Volkov (Príncipe Myshkin), Ausrine Stundyte (Nastasia), Vladislav Sulimski (Parfion Rogozhin), Yuri Samoilov (Lebedev), Clive Bayley (General Yepantschin), Margarita Nekrasova (Yelisaveta Yepantschina), Xenia Puskarz Thomas (Aglaya), etcétera. Dirección de escena: Krzysztof Warlikowski. Escenografía y vestuario: Małgorzata Szczęśniak. Iluminación: Felice Ross. Videoproyecciones: Kamil Polak. Dramaturgia: Christian Longchamp.  Voces masculinas del Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección musical: Mirga Gražinytė-Tyla. Lugar: Salzburgo, Felsenreitschule. Entrada: 1.437 espectadores (lleno). Fecha: 23 agosto 2024.

EL IDIOTA. Ópera en cuatro actos, de Mieczysław Weinberg. Libreto de Alexánder Medvedev, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski.  Repar­to: Bogdan Volkov (Príncipe Myshkin), Ausrine Stundyte (Nastasia), Vladislav Sulimski (Parfion Rogozhin), Yuri Samoilov (Lebedev), Clive Bayley (General Yepantschin), Margarita Nekrasova (Yelisaveta Yepantschina), Xenia Puskarz Thomas (Aglaya), etcétera. Dirección de escena: Krzysztof Warlikowski. Escenografía y vestuario: Małgorzata Szczęśniak. Iluminación: Felice Ross. Videoproyecciones: Kamil Polak. Dramaturgia: Christian Longchamp.  Voces masculinas del Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección musical: Mirga Gražinytė-Tyla. Lugar: Salzburgo, Felsenreitschule. Entrada: 1.437 espectadores (lleno). Fecha: 23 agosto 2024.

Escena de «Der Idiot»

Después de leer tantas críticas entusiastas, con referencias y parentescos tan dispares y pintorescos, el crítico recala en el Festival de Salzburgo ilusionado ante la perspectiva de encontrarse con la octava maravilla del mundo. Tal se ha escrito y hablado de El idiota, la ópera semidesconocida -pero no oculta- que compone el polaco-ruso Mieczysław Weinberg (1919-1996) entre 1987 y 1988, a partir de un abigarrado libreto de Alexánder Medvedev, quien sintetiza y trata de meter las 800 páginas de la inmensa novela de Dostoyevski en cuatro actos en los que se sucede una interminable retahíla de personajes y situaciones. Sin embargo, tras cuatro horas ante la inmensa escena de la Felsenreitschule, la ilusión se desvaneció en admiración y reconocimiento ante el descubrimiento de una nueva ópera, enaltecida en Salzburgo por una interpretación escénica y musical de primer rango. 

Una ópera atestada de friquis y friquísimos, casi tanto tanto como el gran protagonista, el epiléptico Príncipe Myshkin, quien más que un “idiota” (mala traducción del ruso, como ocurre con el de Borís Godunov), es un calzonazos de cuidado, que se deja llevar por sus problemas psíquicos, pero también por lo que le cuenta o hace el primero o la primera que llega. Al protagonista de la última ópera de Weinberg se le ha encumbrado en la ciudad de Mozart hasta compararlo incluso con un Quijote contemporáneo, lo que supone agravio y ofensa al noble desfacedor de entuertos cervantinos. El calzonazos se deja seducir por cualquier caricia que llega. Don Quijote es insobornable y fiel hasta la locura a su amor soñado.

Dicho, esto, y a partir de una acción sobresaturada de personajes y situaciones, se oculta la música en mayúsculas de Weinberg, atractiva, cargada de oficio, tonalidad, saber y dominio, pero sin alcanzar el sentido dramático, personalidad y genio abrasador de su amigo y protector Shostakóvich, o de su cercano Prokófiev. En las casi cuatro horas de música que se prolonga El Idiota, se suceden momentos de incuestionable enjundia y emoción musical -sobre todo en los sugerentes interludios sinfónicos que se suceden-, pero en el fondo, detrás de tanta buena música, tan bien escrita y planteada, subyace un conservadurismo que incluso irrita. Tomás Marco, músico clarividente donde los haya, contestó en cierta ocasión a la pregunta  tonta de si “le gustaría componer la Novena de Beethoven”: “No, ¡para qué! ¡si ya la compuso Beethoven”. Algo parecido pasa con El Idiota, que tras tanta parafernalia, no se descubre nada nuevo bajo el sol. Se echa de menos esa novedosa “búsqueda desesperada de la verdad” de la que habló Nietzsche cuando le vino bien.

Salzburgo y su Festival proyectan ahora a la gloria está ópera enjundiosa, larga como una ópera de Wagner, pero sin el gancho teatral ni musical del genio de Bayreuth. No es un estreno, pero la lanzadera que es Salzburgo, a todo lo grande, con una formidable puesta en escena de  de la mano de Krzysztof Warlikowski -que pone con este magistral trabajo nueva pica en Flandes en el que es cuarto trabajo salzburgués-; un elenco de cantantes/actores de primer nivel, incluidas las voces masculinas del Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor; la opulenta Filarmónica de Viena y una maestra tan incuestionable y ducha en un compositor del que ella se ha convertido en su más fiel y efectivo adalid, como es la lituana  Mirga Gražinytė-Tyla (quien ya dirigió en Madrid, en el Teatro Real, el pasado marzo, La pasajera, primera de las siete óperas compuestas por Weinberg), ubican El idiota definitivamente en el mapa operístico contemporáneo.

La singladura pública de la última ópera de Weinberg arrancó en 2006, cuando el Bolshói programó en una versión recortada y concertante. Pero el estreno de la versión completa y escenificada tuvo que esperar al 9 de mayo de 2013,  en Mannheim, dirigida por Thomas Sanderling. Finalmente, y antes de recalar en Salzburgo, el año pasado la programó el Theater an der Wien. En todos los casos se reconoció e impuso la evidencia sin reservas de que Weinberg es, pese a su conservadurismo y alergia a sacar los pies del tiesto, uno de los grandes de su tiempo y lugar complicados.

Escénicamente, Warlikowski, talento inapelable del teatro lírico del siglo XXI, sortea el gran problema de la ópera -su exceso de personajes y situaciones- con una escena cargada de ingenio, sensibilidad, movilidad. Apoyada en la inmensidad que brinda el escenario casi sin fin de la Felsenreitschule, establece escenas simultáneas, inspiradas en la propia narrativa de los personajes. Audacia, ternura y crudeza para contar y envolver la acción casi sin adjetivarla, casi al pie de la letra. Desde la logradísima escena inicial, el viaje en ferrocarril desde Suiza a San Petersburgo del protagonista, en la que no hace falta pintar un tren para hacer sentir al espectador la sensación del viaje e incluso el traqueteo, hasta el crudo final, con vista cenital del lecho en el que yace el cadáver aún caliente de Nastasia entre el Príncipe Myshkin y su asesino, el borrachuzo Parfion Rogozhin. En medio, innumerables escenas y momentos de inolvidable expresividad y simbolismo, entre las que acaso destaque, por belleza plástica y expresividad, la imagen proyectada del Cristo Muerto de Hans Holbein el Joven, sobre la réplica del mismo  Cristo personificada por el cuerpo inerte de Myshkin.

El trabajo excepcional de Warlikowski se sustenta en una escenografía no menos genial de Małgorzata Szczęśniak, autora, además, del coloreado y efectivo vestuario, que perfila a las mil maravillas las peculiaridades de cada personaje, y en las ilustrativas y sutiles videoproyecciones de Kamil Polak, capaz de mutar en un santiamén el complicado espacio escénico en el más real tren imaginable a la intimidad de un dormitorio o el encerado sobre el que el protagonista escribe sus complicadas ecuaciones, siempre con Newton y Einstein por delante. Warlikowski no reniega de su vena romántica y a veces hasta sentimentaloide, que incluso roza el verismo, y que, en cualquier caso, casa bien con la música y la acción de la historia. El retrato un punto caricaturesco de los personajes -como los ataques epilépticos del protagonista- acaso resulte excesivo, y los distancie del original dostoyevskiano. Pero tienen cabida en una ópera, y más -como es el caso- en una ópera de escritura en el fondo convencional, más clásica que rompedora; sin ese punto extremo de genialidad de un Janáček, o -sin ir más lejos- de Shostakóvich o del Prokófiev de El Jugador, ópera que precisamente Salzburgo ha hermanado en esta edición con El Idiota.

La excepcionalidad escénica encontró perfecta correspondencia musical en un reparto vocal sin fisuras, cuyos integrantes se revelaron, además, sobresalientes actores. En el papel protagonista, el tenor ucraniano Bogdan Volkov, ganador en su día de Operalia, compuso el más maravilloso y creíble  Príncipe Myshkin imaginable. Su voz lírica y penetrante, proyectada con un fraseo siempre en el fiel de la balanza, entre la expresión del “idiota” pero al mismo tiempo concisa y directa, marcaron una de las cimas de la noche. A pesar de que se anunció que la lituana Ausrine Stundyte estaba indispuesta, poco se notó en una Nastasia extrema, siempre incandescente, entregada a su ambivalencia, al drama sin solución de una vida condenada ya desde la adolescencia. El barítono Vladislav Sulimski fue un contundente Parfion Rogozhin, personaje al que otorgó empaque y ese carácter ambivalente, amistoso, ciclotímico, y finalmente perverso y asesino tan bien retratado por Dostoyevski y recogido por Medvedev y Warlikowski. Aplauso sin peros a todos los demás: Yuri Samoilov (Lebedev), Clive Bayley (General Yepantschin), Margarita Nekrasova (Yelisaveta Yepantschina), Xenia Puskarz Thomas (Aglaya) y un casi interminable etcétera.

La encumbrada Mirga Gražinytė-Tyla acertó en la difícil concertación de una ópera de tantas aristas y proporciones. Más aún ante el reto de hacerlo en un espacio tan kilométrico como la Felsenreitschule, en el que las distancias enormes añaden dificultad al empaste y equilibrio global. Mimó las voces del perfecto caudal sonoro que desde el foso desprendía la Filarmónica de Viena, con una sección de percusión especialmente atareada. La directora lituana narró con fluidez y atención al detalle el rico decurso musical, dejó escuchar las voces y, especialmente, escuchó la voz escénica de Dostoyevski/Medvedev/Warlikowski para convertirla en elemento impulsador de una ópera que, con sus más y menos, merece, en cualquier caso, hueco en el corazoncito lírico de los mejores melómanos. Desde luego, y a tenor de los aplausos, ópera e intérpretes lo ganaron en el de cada uno de los 1.437 espectadores que el viernes abarrotamos la pétrea sala salzburguesa. Justo Romero.

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