Rusalka, en el Gran Teatre del Liceu, con Grigorian, Beczala
Rusalka, de Dvorák. Asmik Grigorian, Piotr Beczala, Alexandros Stavrakakis, Karita Mattila, Okka von der Damerau, Julietta Aleksanyan, Laura Fleur, Alyona Abramova, Manel Esteve, Laura Orueta, David Oller. Christof Loy, dirección de escena. Josep Pons, dirección musical. Gran Teatre del Liceu, Barcelona. 23 de junio de 2025.

Piotr Beczala y Asmik Grigorian, en Rusalka
©A. Bofill
A pesar de ser una ópera de repertorio, la Rusalka de Antonín Dvořák solo se ha representado hasta ahora en el Liceu en 14 ocasiones, las últimas en la temporada 2012/2013, es decir hace doce años, y teniendo en cuenta que hay otras óperas del repertorio eslavo que hace mucho tiempo que no se representan al escenario de la Rambla, no deja de ser curioso que regrese, ahora bien, bienvenidas sean estas representaciones, puesto que se trata de una ópera bellísima que además, tenemos la suerte de contar con la mejor pareja protagonista de nuestros días para cantarla y ambos, en un estado vocal e interpretativo inmejorable.
Estamos quizás ante la mejor representación de la temporada, de una temporada que no levantaba muchas expectativas y que ha resultado ser en general, muy buena y con algunos puntos de excelencia envidiable y entre estos no tengáis ninguna duda que esta Rusalka, que faltando el estreno absoluto de la ópera de Ros-Marbà, el mediático fin de fiesta del West Side Story y el concierto con Goerne y Grigorian (inicialmente Davidsen), representa el gran final operístico de la 2024/2025.
Josep Pons firma otra dirección de grandísimo nivel y yo me atrevería a decir que la mejor prestación orquestal desde que él asumió la dirección musical de la orquesta de la casa. El sonido, la calidad, la calidez, el equilibrio, la homogeneidad del conjunto, la calidad de las intervenciones solistas, la brillantez y el matiz que salió ayer del foso del Liceu para mí superó los resultados obtenidos en el excelente Lohengrin.
No tan solo confirma, sino que certifica con sello de oro un grandioso trabajo del maestro, un trabajo esplendoroso, finalmente y ruidosamente reconocido con entusiasmo por un público agradecido, satisfecho y entregado en cada salida del maestro para iniciar cada uno de los tres actos, con especial entusiasmo antes de empezar el tercer acto y sobre todo al final de la representación.
El maestro Pons también nos ha demostrado que sabe sacar calidez y pasión de una partitura post romántica de claras influencias wagnerianas y seguramente porque la química con el equipo vocal ha sido absoluta, el resultado musical ofrecido ayer domingo en el Liceo, consigue hasta ahora alcanzar la cumbre de esta realidad que nos hace divisar un alentador futuro si la dirección del teatro tiene el acierto de encontrar el mejor sustituto/a.
Un Bravo sonoro para una orquesta a un grandioso nivel.
La producción obliga al coro a cantar sus intervenciones como si fueran internas, cuando en realidad tendrían que estar sobre el escenario. El coro ha realizado una buena prestación y es absolutamente injusto que no hayan salido a saludar ni los cantantes, ni tan siquiera Pablo Asante, el director titular, al acabar la representación. No querría pensar que el que lo que escuchamos en el teatro era una grabación.
Asmik Grigorian es Rusalka, no canta Rusalka, es Rusalka lo he dicho bien. No creo que haya nadie capaz de adaptarse vocalmente a un rol, como lo hace ella, sin forzar nunca su amplio registro lírico o lírico-spinto, con sonidos falseados, entubados o recursos poco musicales para parecer el que no es, como hacen otras. Ella es pura musicalidad, el canto es fácil, libre, bonito, sentido y exacta. La simbiosis, texto y partitura es perfecto y nunca resulta fría o distante.

Grigorian interpreta Rusalka en el Gran Teatre del Liceu ©A. Bofill
La implicación con los personajes que interpreta es extraordinaria y nunca se muestra artificial o grandilocuente, nunca es una diva que canta un rol. Es pura sencillez, pura verdad y además, se adapta a las exigencias escénicas de tal manera, que para hacer esta producción aprendió a hacer puntas de ballet clásico y a mover los brazos con la ligereza y elasticidad de las grandes bailarinas. ¡Sorprendente! Puede parecer anecdótico, pero no lo es, es la guinda del pastel de la para mí, mejor cantante de la temporada y hemos tenido otras y otros grandes, por fortuna.
Piotr Beczala es suficientemente conocido y querido en el Liceu para suponer una sorpresa, pero su príncipe, tal como lo cantó ayer domingo, es lo mejor que le hemos visto en Barcelona, con dos momentos especialmente sobrecogedores: el final del primer acto, con una explosión pasional y vocal de levantarse de la butaca, y el dúo final del tercer acto, justamente por el contrario, por la contención, por la emotividad, por las medias voces de su delicada muerte que trastorna totalmente, después de hacer notas extremas de una dificultad al alcance de muy pocos o de ninguno de los tenores actuales.
Beczala que parecía que era aquel tenor a remolque de los grandes divos mediáticos y extravagantes, se ha impuesto, desaparecidos o a punto de hacerlo, aquellos que se comían el mundo, y en cambio, él continúa, ahora ya sentado en el trono, todavía con una voz sana, llena, bonita y con un canto intenso, comunicativo, expansivo y generoso, también gracias a la elegancia de su fraseo. Un lujo ovacionado y braveado con entusiasmo en una tarde de aquellas que hacen historia.
Hasta ayer pocos conocían al bajo griego Alexandros Stavrakakis, pero todos los que lo vean estos días interpretando a Vodnik, el genio de las aguas y padre de Rusalka, ya no lo olvidarán. Por fin un bajo de verdad, con cuerpo vocal, volumen, proyección, amplio registro y matices. Le faltan armónicos, cierto, pero en el repertorio eslavo y germánico quizás no sea tan grave como en los grandes roles del repertorio italiano o francés, pero estamos ante un joven cantante que seguro que hará una gran carrera. También él obtuvo una gran muestra de aprecio del público liceísta. Su final es de una ternura sobrecogedora. ¡Bravo!
La gran Karita Mattila podríamos decir que se despide de los escenarios con aquellos roles habituales de las grandes divas, como puede ser la condesa de la Pikovaia Dama, la Herodies de Salome, la sacristana de Jenufa o roles similares, muchas veces de mezzosoprano, y que muchas sopranos acabadas creen que pueden interpretar sólo con el carisma de muchos años de carrera a sus espaladas. Esto es cierto solo en parte y en el caso de la princesa extranjera, el rol es corto, pero necesita una mezzosoprano o soprano dramática con más condiciones de las que luce actualmente la soprano finlandesa.
El carisma dramático no lo es todo y a pesar de que la prestancia escénica es innegable, Mattila queda al límite en las frases finales del segundo acto donde se tendría que imponer vocalmente y ella que lo intenta, solo queda digna.
La mezzosoprano Okka von der Damerau se está convirtiendo en una habitual de la casa. Cumple, pero no remata. El rol de Jezibaba es muy peculiar y la voz de la cantante alemana tiene algunas sonoridades graves interesantes, pero cambia demasiado el color y la homogeneidad del registro no es uno de sus puntos fuertes. En el conjunto de su prestación no llega al notable, pero si fuera muy buena seria un malbaratamiento para asumir este rol. Quien no se conforma es porque no quiere.
El resto de personajes son más pequeños, sin embargo, todos tienen momentos de compromiso y todos ellos han sido servidos por notables cantantes, empezando por las tres ninfas: la soprano armenia Julietta Aleksanyan , la mezzosoprano inglesa Laura Fleur y la mezzosoprano Alyona Abramova, muy conjuntadas y notables en las intervenciones solistas, las tres con voces que se proyectan espléndidamente.
El caso de nuestro Manel Esteve, barítono que hace grandes los roles pequeños, es admirable. Hay cantantes que tienen un talento dramático especial y él lo tiene. Cuando pisa el escenario inevitablemente te fijas en él porque además de ser un cantante sólido y preparadísimo, tiene una vertiente interpretativa brillante que es un gozo para los directores de escena y quizás un quebradero de cabeza para algún tímido colega que en roles de mayor importancia ve como él acaba llevándose las miradas del público.
¿Recordamos grandiosos cantantes que triunfaban con roles no siempre protagonistas? Pues el inmenso Graham Clark, el eterno Piero di Palma o el añorado Francisco Vas, entre muchos, pues bien, Manel pertenece a esta estirpe de cantantes imprescindibles que prestigian a cualquier teatro.
La mezzosoprano madrileña Laura Orueta canta el rol de Kutchik, el cocinero. Cantar junto a Esteve le complica la existencia, pero resuelve con corrección su parte.
Finalmente, el barítono David Oller se hace cargo de la pequeña parte de Lovec, el cazador, redondeando con solvencia un cast mucho más que sólido cuando no es directamente excepcional.
Es el alemán Christof Loy, bastante conocido al Liceu quién nos propone una Rusalka bailarina dentro de un único marco escenográfico que obvia el esencial lago y cualquier referencia acuática, tan fundamental en la música y en la brillante orquestación, y nos encorseta, como ya es habitual en sus propuestas, entre cuatro paredes, ahora de un vestíbulo de un teatro, que solo variarán ligeramente con el cambio de la visión del fondo de la puerta central y la aparición y desaparición de una piedra descomunal, quizás el único elemento natural, curiosamente muerto, de una ópera sin naturaleza, siendo como es, un elemento imprescindible a la trama.
Cómo acostumbra a ser habitual, nada es el que tendría que ser a pesar de que la esencia de la soledad, el aislamiento, la incomprensión, el amor, la muerte e incluso la wagneriana redención de la sirenita condenada para querer ser humana, persiste, a veces cogida con pinzas o como es el caso, pasando de puntillas.
Veréis los tics característicos de los montajes de Loy: las cuatro paredes que aíslan los protagonistas, los criados o invitados en las fiestas/orgías que siempre menudean sus montajes con actitudes violentas y que a Eugene Oneguin funcionaban mucho mejor que en esta Rusalka, porque allá hay una historia mucho más interesante. La propuesta tiene algunas bonitas y poéticas imágenes que se adecuan un tanto forzadas, pero olvida y evita todos los elementos románticos, toda la onírica magia y toda referencia al agua y al bosque y sus criaturas que se esconden en la trama y que aquí no tienen cabida.
Todos los personajes salvo Rusalka, el padre, el príncipe y la princesa extranjera, cuesta situarlos en este nuevo relato que se nos propone. Que ella sea una bailarina gravemente lisiada y que en lugar de ir a un buen traumatólogo que la cure, se tenga que poner en manos de la bruja Jezibaba, es una concesión demasiado forzada desde un punto de vista moderno y pretendidamente transgresor, para dar coherencia a la nueva visión.
Que Grigorian nos sorprenda cuando hace las puntas o con el movimiento de brazos, pronto deja de tener importancia, a pesar de que el mérito que supone que una soprano y actriz tan excepcional, además sea una creíble bailarina de danza clásica es innegable. El montaje tiene más pretensiones de lo que realmente nos ofrece y a Loy se le acaban pronto las ideas, y dramáticamente a la obra le cuesta evolucionar, sobre todo en un tercer acto teatralmente muy tedioso.
No diría en ningún caso que merezca la protesta exagerada que recibió ayer de parte de una gran parte del público, pero no es una buena producción de Loy, de quien la próxima temporada veremos el Werther que se representó este año en la Scala. Pienso que ayer, con una silenciosa indiferencia hubiera sido suficiente y quedado más patente la poca gracia escénica al lado del gran triunfo musical y vocal de una tarde difícil de olvidar, pero hay quién tiene por costumbre protestar las producciones cuando en todo el resto, no hay motivos para hacerlo.
¡No os la perdáis!
Publicado en el blog In fernem land (en catalán)
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