28 de noviembre de 2024

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Argentina

‘Turandot’ regresa al Teatro Real convertida en un esteticista baile de estatuas

Turandot es una ópera tan popular como problemática. Las 17 funciones con tres repartos que ha programado el Teatro Real hasta el 22 de julio (a las que se sumará una actuación en versión de concierto en el Festival de Granada) son una muestra de lo primero. Y la reposición de la producción de Robert Wilson, estrenada en el coliseo madrileño, en 2018, y vista después en la Ópera de París, la Canadian Opera Company de Toronto, el Teatro Nacional de Lituania y la Houston Grand Opera, es un reflejo de lo segundo.

Su estreno, el 25 de abril de 1926, incidió en que se trataba de una composición inacabada. Se interpretó tal y como la había dejado a su muerte Giacomo Puccini. A continuación, se normalizó la versión completada por Franco Alfano, con el dueto y la escena final, a partir de varios bocetos conservados. Pero el compositor de Sakùntala había redactado, previamente, otra versión del final de la ópera más extenso y personal, que acaba de grabar Antonio Pappano en Roma (Warner Classics). Y, en 2002, el compositor Luciano Berio realizó un nuevo final para la ópera donde apostó por sutilezas más modernas.

El ‘clímax wilsoniano’ al final de ‘Turandot’ con la soprano Anna Pirozzi, el lunes en el Teatro Real

Para su producción, Robert Wilson utiliza la versión más habitual redactada por Alfano. El legendario director estadounidense, de 81 años, no aspira a ofrecer ninguna aportación a la dramaturgia de la ópera y se limita a aplicar su habitual estética antinaturalista. Un estilo personal al que se aferra en todas y cada una de sus producciones. Una propuesta visual estática y ritualizada, con un cuidado diseño de vestuario y una escenografía desnuda, donde predomina un esteticista manejo de la iluminación. Lo ha reiterado con éxito en producciones de Parsifal (1991), de Wagner, y Peleas y Melisande (1997), de Debussy.

En 1993, lo aplicó por vez primera a Puccini, en una nueva producción de Madama Butterfly, para la Ópera de París. Una propuesta fácil de relacionar con la influencia del teatro Kabuki japonés. Pero en Turandot intensifica este lenguaje escénico tan deliberadamente antinatural. Precisamente, Puccini comprendió demasiado tarde el problema dramatúrgico que suponía la deshumanización de la protagonista en la ópera frente a la fábula de Carlo Gozzi en que está inspirado el libreto de Giuseppe Adami y Renato Simoni. Una evolución dramática que le llevaría a un callejón sin salida, pues no resultaba verosímil su transformación final, precisamente la parte de la ópera que redactó Alfano.

A Wilson no le preocupa nada de eso. Impone una coreografía y una gestualidad casi estatuaria que obliga a los cantantes a interiorizar su actuación. Y convierte el primer acto en una sucesión de tableaux vivants con Calaf, Liù y Timur junto al coro. Por contra, concede una gestualidad exagerada a los tres ministros del emperador, Ping, Pang y Pong, inspirados en tres máscaras venecianas de la comedia del arte. Un contraste que, al principio, resulta interesante, pero que termina convertido en un lastre. El admirable virtuosismo en el manejo de la iluminación trató siempre de compensar el estatismo o la ausencia de acción escénica, pero hubo muchos momentos reiterativos o incomprensibles, como la escena de los enigmas, del segundo acto, o el suicidio de Liu, en el tercero. Y tampoco faltó el clímax wilsoniano, al final, con esa línea de luz vertical que cae sobre la protagonista mientras escuchamos un admirable coro final de la ópera con la melodía de la famosa romanza de Calaf: L’infinita nostra felicità! Gloria a te! (¡nuestra infinita felicidad! ¡Gloria a ti!).

Plano general de la escena de los enigmas, en el segundo acto de ‘Turandot’, el lunes en el Teatro Real.

La propuesta escénica de Wilson tiene, a pesar de todo, obvias ventajas para la parte musical. En el estreno, los cambios en el reparto afectaron tan solo al papel de Liù que no pudo cantar Nadine Sierra, tras su inolvidable Amina, de La sonnambula. En su lugar, la lírica georgiana Salome Jicia cantó con gusto y musicalidad la arieta pentatónica Signore, ascolta, aunque sin una voz relevante. Calaf fue el tenor canario Jorge de León, un cantante de timbre atractivo y facilidad en el registro agudo, que resolvió con seguridad su famosa romanza Nessun dorma, aunque le faltó refinamiento en la dinámica y un mayor control del vibrato.

La gran triunfadora del reparto fue Anna Pirozzi, como Turandot. La soprano italiana afrontó su aria In questa reggia con la consistencia del acero y fue capaz de transmitir, con su voz y sin gestualidad, toda la compleja evolución de su personaje en el tercer acto. Entre los secundarios, destacaron los tres ministros del emperador, con el admirable Pong del tenor Mikeldi Atxalandabaso, junto al barítono Germán Olvera y el tenor Moisés Marín. Pero también hay que subrayar la solidez del bajo polaco Adam Palka como Timur, al igual que el tenor barcelonés Vicenç Esteve, como un Emperador Altoum suspendido por los aires, mientras que Gerardo Bullón fue de menos a más como mandarín.

Por encima de los cantantes, esta producción ha permitido lucir la exquisitez de los cuerpos estables. Nicola Luisotti volvió a brindar una excelente interpretación al frente de una admirable Orquesta Titular del Teatro Real, llena de precisión y exquisitez, pero también de flexibilidad y sentido narrativo. El director italiano fue un hábil acompañante de las voces y un ideal concertador de los conjuntos, donde aseguró los momentos más masivos sin desbordar el volumen. Por su parte, el Coro Titular del Teatro Real, de cuya dirección se despide en breve Andrés Máspero, cantó con aplomo, calidad y contraste en todas sus secciones la difícil parte coral de la ópera de Puccini. Luisotti y Máspero escenificaron esa sintonía, al final, con un abrazo como colofón a una gran temporada.

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