El 29 de noviembre de 1924, moría en Bruselas uno de los compositores italianos más destacados de la historia de la música: Giacomo Puccini. Dejaba tras de sí un legado de grandes títulos operísticos – Madama Butterfly, Tosca, La Bohème, Manon Lescaut, etc- así como una obra inconclusa, Turandot, la cual se envolvió en un halo de misterio tras su fallecimiento, siendo completada por Alfano y con su final recompuesto por otros como Berio. Desde entonces, sus óperas son interpretadas de forma constante en todos los teatros del mundo. Tanta es su estela que hasta existe el Festival Puccini de Torre del Lago, cerca de su lugar de residencia y donde cada año se reviven sus óperas.
Todo esto podría ampliarlo, pero su vida e incluso las características de su arte lo pueden encontrar con sólo teclear su nombre en internet. Por eso yo les traigo algo más personal, mis recuerdos relacionados con él, algo que no podrán encontrar con la IA.
Empiezo cuando, allá por los años setenta, estudiando en Múnich, quise escuchar a Franco Corelli en una Tosca. Canceló y, en su lugar intervino José Carreras, cosechando un merecidísimo gran triunfo. Fue la primera vez que le escuché y el principio de una relación personal que se prolongaría hasta su leucemia. Él había cantado años antes en el Liceo, pero no había tenido la oportunidad de oírle. Sí que, en cambio, tuve la suerte de ver y escuchar a Giacomo Lauri Volpi, en 1972, cantando Nessun dorma a sus ochenta años y emocionándose tras el si bemol final hasta casi perder el equilibrio. Fue inolvidable.
Y, recuerdo también en el Liceo, un concierto de Montserrat Caballé en el que se le olvidó el texto de Un bel di vedremo y cantó el aria inventándose una parte y solfeando otra. Cosas que le pueden pasar a un artista. En ese, un escenario muy querido para mí, asistí en 1971 a una Bohème nada menos que con ella junto a Pavarotti. Dos pesos de la lírica tan pesados en todos los sentidos que se rompió la cama cuando, tumbada la agonizante Mimí, Luciano se sentó en ella al final del cuarto acto. Tragedia que terminó en risas.
Lo mismo sucedió en otra Tosca, en un teatro alemán de segunda, cuando la soprano se tiró desde la muralla del Castel Sant’Angelo y volvió a salir porque rebotó en la especie de colchón sobre el que cayó. Demasiados muelles.
Esta obra ha originado multitud de anécdotas, una de las últimas en Viena en 2016, cuando Angela Gheorghiu se enfadó tras el éxito de Jonas Kaufmann en el citado E lucevan le stelle y no quiso salir al escenario. Él lo resolvió dirigiéndose al público con “Non abbiamo il soprano” y esperando su regreso. Lástima que el momento haya desaparecido de Youtube. Por cierto, a Kaufmann también se le olvidó el texto de Nessun dorma en la Scala en 2015, errando la estrofa y teniendo que repetir el aria. A mí me sonó a hecho a posta para provocar empatía en el público.
Vuelvo a Tosca para recomendarles que escuchen la grabación de Miguel Fleta del “Adiós a la vida”. Nunca habrán oído filados iguales y un final tan lacrimógeno, con grito incluido. Exagerado, sí, pero inolvidable.
Mis recuerdos me llevan a una interpretación maravillosa en el Met neoyorquino de Manon Lescaut con Renata Scotto, Plácido Domingo y James Levine. Al final de aquella función, en el backstage, me presentaron a Pilar Miró. Años después me llamó para encargarme un programa en la 2 de TVE, en prime time, que bautizamos como Melómanos y que alcanzó un gran audiencia.
Una de las mejores producciones que he visto de una ópera pucciniana ha sido La fanciulla del West del Met firmada por Giancarlo del Monaco en 1991. Puccini estrenaba el 10 de diciembre de 1910, en Nueva York, su entonces última ópera. Se le ocurrió corresponder al encargo del Metropolitan con una obra basada en la pieza teatral homónima de David Belasco, sobre un tema muy americano centrado en la California del descubrimiento del oro. Contó para el estreno nada menos que con Emmy Destinn, Pasquale Amato, Enrico Caruso y Arturo Toscanini a la batuta. Puccini se enamoró de la ciudad, pero nunca pudo volver a ella.
Su ópera, de plena madurez, pasó décadas de olvido tras el éxito inicial y Stravinsky, entre otros, la calificó como “Ópera a caballo”. Lo cierto es que hoy se valoran, mucho más que su libreto y unidad en la estructura musical, unos hallazgos orquestales realmente avanzados en la ópera italiana de la época. Sus temas han servido de inspiración hasta a Lloyd Webber para su Fantasma de la ópera. El Met programó un revival de la producción para un aniversario. La escenografía, muy espectacular, recreaba el ambiente del Far West y la escena de la pelea en la taberna se convirtió en todo un hit operístico con muchísimos figurantes recreando lo tantas veces visto en el cine. Pura cinematografía.
Voy terminando, aunque la lista podría ser larguísima, con dos personas a quienes no les gustaba Puccini. Una fue Gerard Mortier, pero tampoco le gustaba El caballero de la rosa porque le parecía una cursilada, pero la otra me impresionó cuando me lo contó. Fue Carlo Maria Giulini en un célebre y exclusivo pequeño hotel londinense.
Me confesó que no podía dirigir a este compositor, que era cuestión de piel y simplemente lo rechazaba. No lo reconoció orgulloso, sino con lágrimas en los ojos. “Sólo dirijo partituras que siento que representan algo en mi vida. No me basta con conocerlas y estudiarlas, he de poder considerarlas como algo mío. Puccini no va con mi temperamento, se trata de algo casi de piel… no puedo con la música de Puccini.” En cambio, Herbert von Karajan me dijo en otra entrevista en Anif que siempre trataba de dirigir una “Tosca” al año, porque representaba como un tratamiento para expulsar del cuerpo todas sus energías sádicas. Ya ven…
Les dejo finalmente con un film de Tony Palmer titulado About Puccini y el único video existente de Callas en un acto completo de una ópera, el segundo acto de la Tosca con Tito Gobbi. Didfrútenlos.
Mañana y pasado tendrán amplios artículos sobre Puccini. No se los pierdan
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