A por otros treinta años más
La Orquesta Freixenet inaugura curso y gira por Europa en el Teatro Real con un estupendo concierto presidido por la Reina Sofía
Antes de que dieran las siete de la tarde la plaza frente a la entrada principal del Teatro Real alojaba bullicio y cobijaba los últimos rayos del sol del día. Los termómetros se habían disparado y las botas y los jerseys de lana se mezclaban con los vestidos de tirantes y las sandalias. Normal. Es lo que tiene el otoño, que da y quita en un espacio de pocas horas. “La Cenicienta” de Rossini dejaba el escenario a los alumnos de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, que inauguraban curso. Un curso especial para celebrar sus treinta años de vida. Casi nada. Doña Sofía, que es presidenta de Honor de la institución, llegó junto a su hermana Irene y fueron recibidas por la presidenta de la Escuela, Paloma O’Shea y su hija Ana Patricia Botín. Aplausos fuera y una cálida ovación dentro del coliseo, donde los fotógrafos se arremolinaban buscando el mejor tiro de cámara. Ella agradeció el gesto llevándose la mano al corazón.
No había asientos clausurados y confieso que no se hizo nada extraño volver a la normalidad de antes, eso sí, debidamente enmascarados. El concierto se abrió con un documental que repasó las tres décadas de ese trabajazo que puso en marcha y mantiene con pulso y pasión Paloma O’Shea. Contó que el proyectó nació en cuatro garajes de Pozuelo acondicionados como aulas, donde ensayaban los primeros alumnos. Era el año 1991. Habló de la cercanía entre ellos, de las horas de estudio compartidas, de la gran familia que forman. De la excelencia. Del apoyo de Rostropovich, de Mehta, de Maazel, Menuhin, Giulini, de las clases de Berganza, de Kraus, del magisterio de Alicia de Larrocha, de Andras Schiff, de todo los grandes que han pasado por su aulas como Renata Scotto, Natalia Gutman y Murray Perahia, entre otros muchísimos nombres. Y los que quedan aún por pasar. Y después arrancó el concierto.
Andrés Orozco-Estrada, que es el maestro que está al frente de la formación sinfónica, llevó la batuta. Se le notaba feliz y satisfecho desde el primer momento. Se balanceaba, se ponía de puntillas para ver hasta el último atril, dirigía con todo su ser y se secaba el sudor a cada descanso. Lo gozó en la obra que abrió, con Albéniz y dos fragmentos de “Iberia” a la cabeza orquestado por Enrique Fernández-Arbós. Sonó de maravilla. Le llegó el turno después a Prokofiev y su “Concierto para violín y orquesta núm. 1 en re mayor, op 19”, que contó con el violín único de Arabella Steinbacher, que lo hizo hablar, ir al paso y galopar después en el “vivacissimo”. Sus brazos, puro músculo, se tensaban, lo mismo que su figura. Una verdadera joya que recibió una lluvia de aplausos y la violinista, un ramo de flores. Maravilloso.
El cierre llegó de manos de Dvorák y su “Sinfonía núm. 8 en sol mayor, op. 88”, otra pieza de absoluto lucimiento para los jóvenes. Hubo alguna tos aislada, pero nadie se movía en su asiento. El público estaba clavado en la butaca, llevado totalmente por la música. Fuera la vida seguía y durante un largo tiempo ni hubo teléfonos móviles ni nos acordamos de que la luz batía su récord un día más. Dentro se respiraba cultura. Orozco-Estrada hizo levantar a sus jóvenes profesores y las manos se hartaron de aplaudir entonces. Paloma O’Shea subió al escenario y leyó unas palabras en las que Doña Sofía estuvo presente siempre. Agradecimiento absoluto, justo y necesario. Tres décadas en las que contra viento y elementos ella, menuda que es, sacó a flote de la nada una escuela que hoy es referencia internacional y a la que se disputan los mejores auditorios del mundo. Prueba de ello es la gira que ayer arrancó en Madrid y que mañana los llevará a Bratislava, el domingo a Budapest y el martes 12 de octubre a la Sala Dorada del Musikverein de Viena. Es como para que el orgullo se escape por cada poro del cuerpo. Como dijo O’Shea, a por otros treinta más. Claro que sí. Y que la Cultura, escrita con mayúsculas, no nos falte nunca. Gema Pajares
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