LA SONAMBULA, BRILLAN LA MÚSICA Y EL BUEN CANTO
Bellini: “La sonnambula”. Nadine Sierra, Xavier Anduaga, Roberto Tagliavini, Rocío Pérez, Monica Bacelli, Isaac Galán, Gerardo López. Director música: Maurizio Benini. Directora de escena: Barbara Lluch. Teatro Real, 15 de diciembre de 2022.
“La sonnambula” de Bellini (1831), una ópera de un encanto indiscutible, de unos valores melódicos y expresivos de primer orden, aunque en ella, y en eso están de acuerdo muchos autores, se perciban las limitaciones musicales y aun la falta de preparación de su autor. Lo curioso es que, por encima de ellas, el canto, en su expresión más alta, consigue brillar y llegar al corazón del oyente. Y lo definen muy bien en sus notas al programa de mano Mario Muñoz Carrasco y Joan Matabosch. Es desde estas premisas cómo hay que entender la música del catanés y cómo debe ser asimilada y puesta en escena. La anécdota es mínima y se apoya en el sonambulismo de una joven pueblerina
Hemos de hablar en primer lugar de lo mejor de la representación, y eso fue el apartado musical, especialmente de parte de la protagonista, la soprano estadounidense Nadine Sierra, una lírica con ribetes de ligera, de centro anchuroso y carnoso, de timbre sensual bien poblado de armónicos. Voz cremosa y dúctil, flexible y elástica; extensa y bien redondeada, con apoyo firme, un fiato descomunal y un espléndido control de la coloratura más ardua. Se exhibe también, a veces en exceso, en unos ataques fúlgidos a la zona sobreaguda, de la que abusa y en la que se sitúa su posible talón de Aquiles: Los Do, Re y Mi 5 suenan afilados y faltos de cuerpo. Un sobresaliente en todo caso, con un “Ah, non credea mirarti” de impresión.
Elvino estuvo en la voz del creciente Xavier Anduaga, un lírico-ligero de excelente encarnadura, valiente y decidido, con agudo y sobreagudo bien proyectado, aunque abuse del llamado “portamento di soto” (no atacar las notas altas “sul fiato”). Delineó con ardor su “Ah perché, perché non posso odiarti”, que canto con repetición, e hizo algunos pianísimos de excelente clase, aunque su fraseo es con frecuencia poco fino, agreste, falto de delicadeza, a veces ligeramente “vicino al tono”. Bien sin más en una parte que no ofrece problemas como la del Conde Rodolfo, Roberto Tagliavini. Algo apuradilla y pasajeramente estridente, aunque valentísima en sus escaladas, Rocío Pérez como Lisa. Bien los secundarios, con una todavía audible Bacelli y unos entonados Galán y López.
En el foso sonó estupendamente la Sinfónica bajo el mando seguro, conocedor y elástico de Maurizio Benini, que se atuvo a las constantes exigidas de estilo, fraseo, dinámica y precisión en los ataques, de las que también se benefició el Coro, que pasa por un gran momento: afinado, compacto y empastado. Tempi lógicos y “ritardandi” expresivos, como en el coro que narra la aparición del fantasma.
El planteamiento escénico, sobre bellos decorados y figurines de época fue a nuestro muy subjetivo juicio menos afortunado. Barbara Lluch ha querido buscar significados a la luz de lo que hoy se sabe de la enfermedad del sonambulismo y de las teorías de científicos como Carl Jung. Y nos muestra los sueños corporeizados en un grupo de diez bailarines, todos ellos magníficos, movidos de acuerdo con una estupenda coreografía de Iratxe Ansa e Igor Bacovich. Sueños a la vez que los miedos, el qué dirán, la desconfianza, el subconsciente. Lluch apunta: “los sueños intentan gestionar lo que ella no es capaz de hacer mientras está despierta”. Esta nueva e innecesaria dimensión complica el curso de la sencilla acción, la detiene y la hace morosa.
Al cierre, tras la luminosa caballeta “Ah, non giunge!”, Amina permanece en lo alto del edificio y no se abraza por tanto a Elvino, pero canta lo que tiene que cantar y dice lo que tiene que decir con el entusiasmo prescrito. Frases amorosas que en modo alguno dan a entender, como dice la directora de escena, que el final “queda abierto en manos de una heroína que va a tomar las riendas de su destino tras la experiencia traumática de los acontecimientos que ha vivido”. El movimiento escénico, quitando el de los bailarines, es más bien estático, poco ágil y dinámico. La escenografía, de Christof Hetzer, y los figurines, de Clara Peluffo, ambos muy bellos y decorativos, con una buena y poética iluminación de Urs Schönebaum, son gratos y coloristas. Arturo Reverter
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