El director teatral, regista, director de cine y escritor falleció en Berlín a los 80 años. Deja una vasta carrera en el escenario dominada por la provocación
La última vez que abuchearon a Hans Neuenfels tenía 79 años. Fue meses atrás. Una vez más, como una costumbre o un ritual. El director de escena, que era mucho más que solamente eso, daba la cara y después se retiraba. Otro estreno. Una muesca nueva. Su voz, dicen, se alzaba cuando las cosas no funcionaban como él quería, se destemplaba. Fumaba y le gustaba el vino blanco. Los medios alemanes, su país de nacimiento, le han despedido con los honores en letra que se otorgan a un grande a quien siempre ha acompañado la polémica, a uno de los nombres fundamentales del teatro del siglo XX. Y Berlín le prepara un entierro. Había nacido en Krefeld en el Bajo Rin en 1941, hijo de un alto consejero del Gobierno. Comentaban de él que era un salvaje de pelo rizado y que publicó su primer volumen de poesía, “Ovar und Opium” (“Ovario y opio” sería la traducción), a los diecinueve años, inspirado en Baudelaire y los poetas beat americanos. Referentes no le faltaban.
En el diván con Max Ernst
Empezó a trabajar como secretario de Max Ernst en París, no sé si antes de que este tejiera relaciones con Peggy Guggenheim, quizá. Trato de imaginar cómo sería aquella dupla laboral, entre pinceles, telas y pensamientos descabellados y con el pegamento del psicoanálisis como unión surrealista. Le marcó aquel tiempo, apenas un año, para saber llevar a escena los demonios que uno tiene guardados en la cabeza. Neuenfels se agarró al pintor y a su obra del inconsciente.
De aquellos polvos… seguramente emergieron los lodos que le llevaron a cerrar la etapa de Gerard Mortier en Salzburgo, año 2001, con un broche único, un “Murciélago” que heló sonrisas, provocó infartos de mentirijillas e hizo abandonar con escándalo y ademanes de ofensa el patio de butacas a la viuda de Karajan. Por no hablar de su versión de Idomeneo, en 2003, con las cabezas rodando por el escenario de Buda, Jesucristo, Mahoma y Poseidón, y que hicieron temblar a la directora de Deutsche Oper berlinesa, Kirsten Harms, que se negó a levantar el telón por amenazas islamistas. ¿No fue él quien desvistió de oropeles a Aida y le puso en la mano los trastos de fregar? El mismo provocador, irónico, meticuloso, fumador empedernido de voz tan única como cavernosa que admiraba a Mozart y Verdi. Que los amaba.
Alma siamesa
Deja pendiente de publicar una obra sobre el oficio del teatro. Póstuma, que se dice. Sabiendo lo que contó en su autobiografía, “El libro bastardo”, en la que habló sin tapujos de su carrera, se antoja que puede ser jugoso. También queda prácticamente inédito el documental que dedicó a Jean Genet, “Viaje a una vida oculta”, y que la televisión alemana no se atrevió a programar por si acaso, que lo dirigía Hans Neuenfels, no fuera a cargar en demasía las tintas sobre el poeta homosexual. Qué diferente hubiera sido hoy la vida artística de Neuenfels, en esta etapa tan llena de prohibiciones y miedos y en la que las vendas se colocan siempre antes que la herida.
A su lado siempre se mantuvo su musa, esposa, actriz y madre de su único hijo Benedikt, Elisabeth Trissenaar, a quien definía como “mi alma siamesa, mi patria geográfica desde hace más de medio siglo”.
Hoy, los tiempos de carreras y de inmediatez le hacían torcer el gesto. Prefería, y así lo manifestó en una entrevista, los otros que había conocido, discutido y saboreado: “Tiempo atrás el público y la gente en general, prefería la comunicación, el debate y el intercambio de pareceres. Hoy, cualquier asunto se trata de manera rápida, superficial y unilateral”. Quizá fuera por eso y porque una enfermedad renal le había apartado desde hace meses del tráfago diario, era consciente de que su tiempo estaba llegando al final. Gema Pajares
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