Como gran judío, Semyon Bychkov (San Petersburgo, 70 años) se considera muy poco ortodoxo. Como tal y como músico —es uno de los grandes directores de orquesta en la actualidad— ha decidido también dedicar su vida a los compositores que concuerdan con esa forma conflictiva y revolucionaria de enfrentarse al arte y a la vida. Por ejemplo, Wagner, cuya ópera Tristán e Isolda dirige Bychkov en el teatro Real desde el 25 de abril al 6 de mayo. Como gran judío, también, no son pocas las contradicciones que el intérprete ha tenido que resolver a la hora de decidir adentrarse en el universo de un creador que se definía sin tapujos antisemita, que fue un hombre en gran parte despreciable pero un creador fundamental para comprender toda la dimensión humana pero también el mundo de hoy. Un visionario de una genialidad extrema y un miserable, al tiempo. De ello y también de su radical oposición a Putin, de su huida de la Unión Soviética en los años setenta y las consecuencias que eso tuvo para su familia, de Mahler, a quien aborda ahora en un ciclo de grabaciones con la Filarmónica Checa, de la que es hoy titular, de Shostakovich, la guerra de Ucrania… Bychkov, gran conversador, mayúsculo intérprete, desgrana su sabiduría y sus paradojas en una tarde tranquila, metidos en su camerino del teatro Real después de un ensayo.
Cuando Wagner rompió todo e inició un camino revolucionario en la música con el primer acorde de ‘Tristán e Isolda’, ¿fue para bien?
Pues ese asunto se ha convertido en algo fundamental. Empecemos por lo bueno. En el arte, cada cierto tiempo, una o dos veces en un siglo, aparece alguien que cambia por completo el rumbo. Beethoven lo hizo en 1803 con su tercera sinfonía, la Heroica. Cambió nuestra idea de lo que podía ser la música, la llevó más allá. El siguiente fue Wagner. Primero con Tristan, después con el ciclo de El anillo del nibelungo y finalmente con Parsifal. Él solo acometió esos cambios en tres ocasiones.
Tristán… habla del amor, El anillo… es filosofía y política y Parsifal, religión. Tres óperas para tres temas fundamentales, que nos afectan en todo.
¿Qué atributos debe reunir alguien para triunfar e imponerse en todo eso? Necesitas visión, un deseo, que no es suficiente, valentía y después, una convicción profunda, fanática, en tu capacidad para lograrlo.
La voluntad, ese concepto tan wagneriano.
Exacto, eso es. Para redondearlo todo, además, requieres suerte. Y la suerte tiene que ver con el sentido de la oportunidad, el tiempo, su secuencia. Mucha gente ha soñado grandes cambios, pero les ha fallado alguno de esos factores. Sobre todo, el hecho de encontrarte en el lugar y el tiempo precisos, Ese momento no converge tan a menudo con las circunstancias. Como le ocurrió, por ejemplo, a Mijail Gorbachov.
En su caso, por ejemplo, tuvo suerte de verlo y muchos el que él lo viera. Pero en el caso de Putin, por ejemplo, ¿ocurre al revés?
Ah, pero es que no podemos comparar a ambos. Gorbachov es un ejemplo muy interesante. Yo le admiro sin idealizarlo. Hizo su carrera con éxito en un sistema concreto para llegar a la cumbre. Ahí debió integrarse con una visión concreta y resultar aceptable para los demás. Para eso necesitas una paciencia increíble. La evolución de su pensamiento no le sorprendió una noche, le costó años de maduración para llegar a ciertas conclusiones y después esperar y esperar y esperar al momento. Cuando supo que podía llegarlo a cabo, lo aplicó. Eso es lo que admiro de él. Pero volviendo a Wagner…
Dígame…
Vivió un proceso similar en el arte. Tampoco hay que olvidar que era también poeta. Escribía antes los textos que la música. Las ideas, los temas le llegaban mucho antes. En una carta de 1840, con 27 años, afirma que el deber de un compositor estriba en asegurarse que escribe la música tal como la ha imaginado. Mucho antes ya sabía a qué había venido al mundo y qué planes tenía. Pero, además, vivió y experimentó lo que quiso reflejar. Cada uno de los personajes de El anillo… tiene que ver con él mismo. Hombres y mujeres. Y eso nos lleva a otra cuestión inquietante.
¿Cuál?
Hace años, quien considero uno de mis mentores, Peter Diamond, que tenía una relación de amor / odio con el compositor, me preguntó: ¿cómo te explicas que Wagner escribiera una música tan noble para personajes que son despreciables? Yo le respondí: no lo sé, Peter. No te puedo responder. A partir de ahí, año 1990, empecé a meterme en su música y un día, ensayando Lohengrin, en el dueto del segundo acto entre Elsa y Ortrud, vi que cantaban la misma melodía. Para él, Elsa era un ángel y Ortrud, lo peor. Una mujer que no conocía el amor, ambiciosa, con instintos asesinos, así nos la traslada y así la vemos nosotros. Pero… No es como ella se ve a sí misma.
¿Putin…?
Ese es otro tema del que me encantaría hablar, pero ahora mismo, no me arruine el argumento, por favor.
Perdón, perdón. Aunque ve como con Wagner lo podemos explicar todo.
Desde luego, sobre todo eso: ¿no es cierto que la forma en que los demás nos ven a menudo no concuerda con cómo nos vemos nosotros mismos? Ahí es donde encontré la respuesta. Y fue importante para mí porque entonces pude reconciliarme con esa música, entenderla y creer en ella.
En el arte, una o dos veces por siglo alguien cambia por completo el rumbo. En 1803 fue Beethoven. El siguiente fue Wagner
¿Completamente?
Cuando la gente me pregunta, ¿cómo puedes aceptar el hecho de que Wagner fuera una persona horrible? No lo acepto. Para mí, el hecho de que albergara ese odio patológico a los judíos, ese antisemitismo, literal, me pone enfermo. Pero a la vez, cuando leo sus cartas, fundamentales para estudiarlo, en esa confesión íntima, entiendo algunas cosas que me reconcilian con él. Me acercan. Cuando pienso en su figura, tengo en cuenta esa dualidad. La despreciable y aquel hombre que se muestra a veces muy íntimamente desesperado en sus cartas. Traicionó y fue traicionado, destruyó y fue destruido, amó y fue amado… Recibió cuanto dio.
¿Y se anticipó, en Tristán e Isolda como en pocas obras, al latido de nuestro tiempo? A la angustia, a la ansiedad, toda una descripción visionaria de una manera de vivir.
Lo hace, además, cromáticamente. Es decir, mediante el conflicto.
Un conflicto perpetuo sin resolución.
Así es. De esa manera tan moderna, anticipándose a lo contemporáneo, entendiéndolo antes, presintiéndolo.
El gran Josep Pons, director de orquesta, me confesó cuando empezó a abordar el ciclo de cuatro óperas de El anillo en el Liceu que había decidido entrar en ese mundo pero que sentía miedo porque no sabía cómo saldría de ahí. ¿Usted también?
Por supuesto, nadie lo puede saber con certeza.
¿Debes ser valiente, audaz, para penetrar?
Completamente. Debes ser consciente de todo eso. Y comprometerte totalmente con ello como intérprete. Eso significa no poder vivir sin ello. De otra forma, no lo haría. Pero más difícil de responder que todo eso y es algo que me pregunto constantemente es: ¿cuál es la relación que la música de Wagner tiene conmigo? La única manera de hallar la respuesta será cuando me encuentre con él. Pero espero que no sea mañana…
Pasemos a otros compositores que le han marcado: Mahler, Chaikovski…
Shostakóvich…
Shostakóvich, claro, pero antes de dejar a Wagner, respóndame, como judío, después de todo lo que se utilizó su música por los nazis, siendo consciente de aquello que su arte y sus creaciones también podían acarrear, ¿cómo resuelve ese conflicto? ¿Qué es lo que profundamente le transmite para, a pesar de todo eso, aceptarlo?
Me habla de quiénes somos como especie. De nuestra naturaleza y sus caras radicalmente opuestas. Debo tener cuidado y escoger bien mis palabras con este asunto. A mí no me llevaron a los campos de concentración, ni perecí en la cámara de gas con música de Wagner de fondo. Pero supongo que toda esa tragedia la porto en mis genes. Está ahí. Hoy, los ucranios no quieren escuchar música rusa. Podríamos argumentar que la gran cultura rusa no tiene nada que ver con lo que Putin y los fascistas que le siguen perpetran contra ellos. Es fácil comprenderlos y también a los israelíes respecto a Wagner. Hoy está prohibido interpretarlo allí en las salas de concierto, Barenboim y Zubin Mehta lo intentaron y recordamos el resultado. Por respeto a los supervivientes, podemos comprenderlo. Lo mismo que ciertas posiciones suyas representaban a lo peor de la humanidad, sus obras llevan en sí lo mejor de la creatividad. ¿Debo negarme a profundizar en lo mejor de alguien incluso cuando este ha sido capaz de lo peor?
Usted salió de la Unión Soviética en los años setenta por sus posiciones políticas, pero nunca ha renegado de su bagaje cultural ruso. ¿Qué nos enseña ese bagaje?
Algo de lo que me he dado cuenta después de que empezara la guerra en Ucrania es de lo siguiente. Cuando decimos Rusia, no hablamos de una palabra unívoca, con un solo significado. Está la Rusia que defienden Putin y correligionarios, decidiendo quien vive o muere. Después, desgraciadamente, sus seguidores, como un ejército de zombis a los que llamo putinoides y, finalmente, un significativo número de gente noble, no tantos como los putinoides, pero que lo siguen y existen. Es decir, la Rusia de los fascistas y estalinistas o la de Pushkin, Chaikovski, Mussorgski, Sajarov, Solzhenitsyn… Esta Rusia ha sido raptada por los anteriores. Esa es la Rusia que amo, la mía. La otra, no.
¿Cómo ponerlas de acuerdo?
Pensemos en Alemania, por ejemplo. Fue completamente destruida en la Segunda Guerra Mundial y en un siglo acarreó dos tremendas derrotas. Tras ello fueron anulados como estado, castigados por lo que hicieron no sólo con los judíos, sino con todo aquel que consideraban enemigo. Pero al ser derrotados tuvieron que acometer un profundo proceso de revisión: preguntarse quienes eran, por qué lo hicieron y cómo seguían adelante a partir de entonces. Supieron que debían expiar todo en un proceso que dura hasta hoy. Incluso afecta a una generación que no había sido ni siquiera concebida en la época nazi. En general, el país ha vuelto a reconectar con la humanidad. Rusia, en cambio, no. ¿Por qué?
Eso, ¿por qué?
Básicamente porque Rusia no perdió la guerra, la ganó. Creen que las victorias no se juzgan. Además, se arrogan el hecho de que derrotaron al nazismo casi sin contar con el resto de los aliados, sobre todo, los ingleses y los estadounidenses. El sistema totalitario, con la victoria, siguió y esa expiación nunca ha tenido lugar.
Putin, además, ¿sabe utilizar todo eso en beneficio propio?
Lo hace y se lo cree. En su maldad, que en él se da, completamente. Una maldad que viene en su caso de la mediocridad. En esa arrogancia que le da el poder se revela totalmente mediocre. Esa es nuestra tragedia. No saben ni son conscientes de que Stalin mató durante su paso por el poder a 20 millones de los propios rusos, una cifra que no logró el propio Hitler. Y cuando Putin habla de eso, dice, que lo podrían volver a hacer. Hay momentos en que solo deberíamos confrontarlo con la pura maldad. Y en esa batalla andamos, entre el bien y el mal.
¿Empujada también por una tecnología mal empleada, que no ayuda?
El mal engendra maldad. Mi padre era científico. Hablamos mucho de eso. Él me explicaba que la parte más colosal del presupuesto de la URSS se dedicaba a la defensa, incluida la investigación. Que los esfuerzos de esa investigación revertían en lo militar pero que, de rebote, algunos avances, acababan por beneficiar al resto de la sociedad. ¿Se da cuenta de lo absurdo del planteamiento?
Desde luego.
La tecnología es un instrumento. Revierte en nuestro beneficio y nuestro progreso, pero no solo…
Esta entrevista, por su parte, da lugar a más preguntas que respuestas.
Cada respuesta acarrea la siguiente pregunta. Eso también está en Tristán e Isolda. Lo irresoluble. Pero esa es la única manera en la que podemos subsistir. Cuando mis hijos eran pequeños les dije una vez: me miráis y pensáis que tengo respuesta para todo, pero no es así, simplemente sé más preguntas que vosotros.
Eso está muy bien. Me lo apunto.
Es así.
Volvamos a su salida de la URSS. ¿Qué le hizo marcharse si allí era un prodigio que tenía todo por delante después de haber ganado el concurso Rachmaninov con 21 años?
Es cierto, pero antes de que todo aquello ocurriera, cuando tenía 12 años, una noche mi padre me dijo: vamos a dar un paseo. Era invierno, nevaba, estaba oscuro. No sé por qué, de repente, me explicó la mentira básica en la que vivíamos. Fue valiente, porque el hecho de explicárselo a un chaval que podía ir al día siguiente al colegio y comentarlo con sus amigos, suponía un riesgo que acabara con él. Aun así, me dijo: “Mira, esto es lo que nos cuentan y aquí vemos lo que en realidad vivimos”. Con un lenguaje muy sencillo me lo hizo comprobar. Esa fue la primera vez que tomé conciencia de la contradicción en la que nos encontramos. Los años que siguieron confirmaron todo aquello de lo que me advirtió. Una vez lo afrontas, tienes varias opciones. La primera, convertirte en uno de ellos.
¿Un putinoide?
Síííí… Repites lo que se espera que digas, aunque no te lo creas. Da igual, si lo haces con gran convicción, te llegarán las recompensas. Te promocionarán, te alabarán, te premiarán… Esa es una elección. Otra es el exilio interno. Y la tercera es marcharse. Además, si ves lo que está ocurriendo con tu padre, por ejemplo, no resultaba fácil. Un gran científico que por un año no pudo trabajar porque era judío y se había cubierto el cupo de judíos para ese periodo en las instituciones científicas. Quedó deprimido por ello. No era agradable.
¿Ni siquiera sus éxitos como joven director le animaban a quedarse?
Yo era un joven poco ortodoxo. Hubiera hecho mi debut antes que nadie con la Filarmónica de Leningrado, pero ya se dieron cuenta de que mi inconformismo no me hacía merecedor de ese honor y lo prohibieron. Uno de tantos episodios. Pero yo lo tenía claro: debía ser libre. Todo en esta vida consiste en eso: ser libre.
¿Y qué paso con su padre?
Cuando decidí emigrar, nos reunimos porque todos queríamos salir del país. Decidimos que lo haríamos mi primera esposa y yo primero y que luego saldrían mis padres y mi hermano menor. Si ellos pedían el permiso antes nos lo denegarían a todos porque como científico había tenido acceso a información clasificada. Total, nos fuimos y los 12 años siguientes a mi padre le cerraron todas las puertas. Aun así, se metió en la medicina alternativa y sobrevivió con ello, ayudando gente a curarse, porque tenía grandes dotes también para eso con sus manos y su energía, algo que ni siquiera él podía explicar. Cuando el régimen cayó, se vino a Estados Unidos conmigo.
La Rusia de Pushjin, Chaivkovski, Sájarov o Solzhenitsyn ha sido raptada por la de los fascistas y los estalinistas
¿Y su madre?
Se vino antes con mi hermano. Las oportunidades eran pocas para él y si no, hubiera acabado en el ejército. Así que se divorció de mi padre y salieron los dos.
¿Se divorció para irse o porque su matrimonio no funcionaba?
Lo hizo para salir, pero, realmente les vino bien a los dos. No había razón para que siguieran juntos. Con mi padre hubiera disfrutado de una buena conversación. Era un hombre brillante y cálido, con un tremendo sentido del humor y a la vez del ridículo. Una vez le pregunté: Papá, ¿qué crees que es mejor? ¿Saber todo sobre nada o algo acerca de todo? Miró al techo y como científico no me supo responder.
Él me recuerda, por lo que cuenta, a Víctor Shtrum, el protagonista de Vida y destino, la gran novela de Vasili Grossman. Un físico que en pleno estalinismo se ve obligado a resolver ciertos dilemas para sobrevivir.
Ah, cierto, desde luego. ¡Qué gran escritor! ¡Increíble escritor!
Nacido en Ucrania, pero profundamente ruso.
Sí, porque se puede equiparar y unir una cosa con otra y mantener sus diferencias. Otra cosa es que venga alguien e imponga que ni siquiera tienen derecho a existir. Es curioso como Putin afirma que la caída de la Unión Soviética fue la mayor tragedia del siglo XX. Eso significa, para él, que el Holocausto no tiene importancia, que el Gulag de Stalin o la Segunda Guerra Mundial no fueron nada. Y que algo sin víctimas mortales, sin exterminios, ni muerte fue la mayor catástrofe: ¿entiende su mediocridad y su ignorancia? ¡Eso es un intelectual!
Nos faltan Mahler y Shotakóvich por abordar. En cuanto al segundo, ¿cabría en la categoría que antes mencionaba como opción de exilio interior?
Shostakóvich debía sobrevivir y él era único a la hora de encontrar la manera de decir a todo el mundo lo que quería oír. No podría marcharse de allí y, su hubiera podido, no estoy seguro de que tomara la decisión. Sencillamente, no podía vivir sin Rusia. Pero, mediante el sonido, encontró la manera de hacer creer al Gobierno que lo glorificaba todo mientras que la gente podía entender lo contrario.
Como Mahler, que podía oscilar de lo grotesco a lo trascendental en un mismo movimiento. Ahora dirige usted la Filarmónica Checa como titular y está abordando el ciclo de sus sinfonías. También Mahler era checo.
Desde luego. Y esa es la cuestión, La gente lo considera un músico vienés y no, nació en Kaliště, una ciudad que hoy pertenece a la República Checa. Ahí están sus raíces y las raíces son tremendamente importantes. Desde muy joven, imaginó en sonidos, todo lo que suponen las grandes cuestiones de la existencia. Tenía la necesidad y se interesó en desarrollarlas por medio de complejos y riquísimos contrastes. Esa es la clave. La primera vez que lo escuché fue sin saber qué era. La Filarmónica de Leningrado ensayaba en la Escuela Glinka, donde yo estudiaba. En un descanso entre clases me quedé a escuchar aquello, repito, sin saber qué era, y se me pasó volver a entrar en el aula porque aquellos sonidos me raptaron. Luego vi en un cartel que la orquesta tocaría la Tercera sinfonía de Mahler. Nunca había escuchado su nombre, ni su música. Así nació en mí el sueño de Mahler. Con esa tercera sinfonía cuyo último movimiento él titula: Lo que el amor me dice…
Pues habíamos empezado con Tristán e Isolda, la gran ópera sobre el amor y acabamos en Mahler abordando lo mismo.
Sin resultar pomposo o banal, verdaderamente creo que si existe algo fundamental en la vida es el amor. Cuando falta, todo nos conduce hacia una tragedia.
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