11 de diciembre de 2024

Radio Clásica

Argentina

Recomendación: West Side Story. Segundas partes… ¿quizás mejores?

WEST SIDE STORY (S. SPIELBERG)

Segundas partes… ¿quizá mejores?

West Side Story

He leído en alguna pre-crítica (firmada por algún colega de esos que tienen el privilegio de asistir a pases de prensa previos al estreno de una película) que es de todo punto de vista comprensible la pregunta “por qué un remake de la maravilla de Robert Wise de 1961”. A Spielberg le crecieron los dientes admirándola y ha explicado de todas las maneras posibles por qué ha sentido la necesidad de recalar en ella, un amor de juventud al que tuvo acceso gracias a los buenos consejos de su padre, Arnold Spielberg, fallecido a los 103 años mientras Janusz Kaminski y Michael Kahn (La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan) montaban la versión definitiva de este West Side Story. La primera motivación del retorno ha podido ser esa, pero, a juzgar por el resultado, es muy probable que haya mucho más tras la necesidad de volver a esta absoluta obra maestra de la historia del musical norteamericano. Es casi seguro que a Spielberg, a pesar de su amor incondicional hacia el original, le chirriaban algunas cosas de él; por ejemplo, su exceso de celo dancístico frente a la calidad de la tragedia que describía la partitura, seguramente la obra más redonda de Leonard Bernstein, un señor capaz de expresarse a través de la canción con igual potencia que ante un proyecto sinfónico de una más grande envergadura. O dicho de otra manera: el West Side Story de Robert Wise y Jerome Robbins es un extraordinario filmado de un musical, pero no una película, que, no solo es lo que mejor sabe hacer Spielberg, sino lo que merece el guion de Arthur Laurents y los textos de las canciones de Stephen Sondheim –recientemente fallecido- , es decir, una auténtica dramatización realista de la historia que desarrolla todo eso, bajo la guía majestuosa de una gloriosa partitura musical. Es evidente que a nadie se nos pueden olvidar aquellos ojos húmedos de Natalie Wood o la inocencia de la mirada de Richard Beymer, unos María y Tony inolvidables; o la mirada penetrante de George Chakiris, la carnalidad de Rita Moreno o el nervio juvenil de Russ Tamblyn en sus roles de, respectivamente, Bernardo, Anita y Riff. Pero tras todo ello había, que no es poco, un importante trabajo maquillador de la realidad, que se disimuló a base de maquillaje de verdad para los rostros y playback para las voces. El trabajo de Robbins engullía totalmente todo lo demás, deslumbrándonos con su coreografía para un entramado musical dominado por bailarines. Todo era teatro musical un poco trucado, pero no teatro. O cine realista. Spielberg lo que ha hecho en su versión es respetar todo aquello, pero con los retoques indispensables para convertir un musical de Broadway (filmado) en una película que contiene la esencia del musical y la del mejor cine.

Y para ello ha tomado varias decisiones. La primera está referida al decorado. El director de ambientación, Adam Stockhausen (oscarizado por su colaboración con Wes Anderson en Gran Hotel Budapest) decide que el west side neoyorquino quede transformado ahora en unas ruinas en Harlem y Queens que más bien parecen el perfil de una Gaza ocupada; en este caso, un barrio a derribar para convertirlo en barrio blanco, sobre las cenizas del que fue un reducto latino. Un palestino no querría eso para su tierra; un portorriqueño, tampoco. Y esa es la base del conflicto aquí, un enfrentamiento racial entre americanos y latinos en lucha de su propia supervivencia, y de un pedazo de tierra, que además no solo sirve para mostrar el conflicto de la inmigración sino que deja al descubierto otras disfunciones. Por ejemplo, el racismo en sentido antropológico (el color de la piel, al que tanto se alude en el guion); la inmersión de la lengua en la mayoritaria o exigida por el sistema (se mezcla el inglés con el español continuamente) o el machismo que engendra violencia, que se pone de manifiesto crudamente entre María y su hermano Bernardo, cuando este intenta dirigir la vida de la chica. Estos y otros “pequeños” retoques de guion (dejar en el interior de la comisaria el número del oficial Kruppe es una genialidad total) se deben a un colaborador asiduo de Spielberg, un Toni Kushner (Lincoln, Munich) en el que Spielberg ha depositado toda su confianza para conseguir el tono realista que necesitaba para transformar la inicial idea de enfrentamiento familiar a lo Romeo y Julieta del original en un relato contemporáneo.

Pero no se debe deducir de lo dicho que todo se haya puesto patas arriba en esta nueva versión. Solo se ha acudido a cambios con sentido, entre los que no está el rechazo a la coreografía original de Robbins, que solo contempla pequeñísimas actualizaciones. Y sí, este de gran calado, en la elección de los actores. Cada uno en su sitio. Los latinos, latinos, y los de extracción europea, de piel blanca. Actores la mayoría muy jóvenes, e integrales. Ni bailarines (solo Ariana DeBose –Anita- tiene un clara procedencia del mundo de la danza), ni cantantes, y, prácticamente, ni actores. A Rachel Zegler, María, la sacó Spielberg del instituto en un casting de 30.000 aspirantes, cuando solo tenía 17 años. Esta chica, colombiana de origen, tiene una mirada que fulmina la cámara. Quizá no esté a la misma altura el Tony de Ausel Elgort, pero sin duda sí el Bernardo de David Álvarez, absolutamente racial.

Lo de Spielberg no tiene nombre. Pero hay dos cosas que hace de manera estremecedora. Una, el manejo de la cámara. Toda la película es un homenaje velado al original, pero llevando al límite la espectacularidad del movimiento, que aquí llega a veces a un puro éxtasis en la respuesta de las imágenes, de una fuerza y una verdad únicas. La otra cosa que tiene el norteamericano, que pude gustar mucho o nada, es su idea de la sentimentalidad; la forma de poner en imágenes y sonido los sentimientos y las emociones, y, por consiguiente, nuestros sentimientos y emociones. En ello es el mago de los magos. Aquí se saca de la chistera algo que no tiene precio, la presencia de una Rita Moreno (la Anita del original) de 90 años cumplidos, a la que le hace cantar Somewhere en toma directa. No puede ser más impresionante.

Esta es una sección musical. Pero hasta aquí no hemos hablado de la versión musical de la banda sonora. Spielberg quería que John Williams arreglara y dirigiera la música de la película, pero, con buen criterio, desestimó la oferta, convirtiéndose en asesor. Fue David Newman, compositor de bandas sonoras, quien supervisó la partitura, que incluye los añadidos “latinos” de la versión que grabó Leonard Bernstein mucho tiempo después del estreno de la película de Wise. Y se escogió a Gustavo Dudamel para dirigir a la Orquesta Filarmónica de Nueva York, aunque la versión definitiva incluya trozos interpretados por la Filarmónica de Los Ángeles, debido a problemas logísticos por la pandemia. Dudamel se ha escuchado la versión del compositor, pero en absoluto la ha seguido al pie de la letra. Bernstein hizo una versión mucho más jazzística, y clásica a la europea, esa mezcla que tan bien manejaba, mientras que Dudamel se decide por una interpretación de sangre absolutamente latina. El pulso es endiablado; el ritmo, rutilante, y el sonido casi siempre roto. En sí misma es una imponente versión, pero lo es más por el compromiso que adopta al asumir un rol tan latino. Musicalmente se está poniendo el acento en ello, lo que quiere decir a favor de quien hace decantar la tragedia. Está muy puesto en valor en la historia que es Riff, jefe de los Jets, quien quiere pelea sucia con Bernardo, el jefe de los Sharks. Queda claro quién es el invasor y quién el invadido. Seguramente, una reflexión de esta naturalezas pueda estar en el centro de las razones que haya tenido Spielberg para hacer una versión contemporánea de la obra. Porque este hombre nunca da puntada sin hilo. Pedro González Mira

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