Plácido, Barenboim, Pollini. Momias vivientes
Plácido, Barenboim, Pollini. Bastan estas tres palabras concisas para saber con certeza que se refieren a tres colosos de la música. De su tiempo y de todos los tiempos. Y ahora, los tres ya octogenarios, los tres seria y razonablemente mermados en sus talentos y capacidades, andan estúpidamente empeñados en destrozar sus indestrozables carreras. Más allá de cuestiones de faldas, negocietes o ambiciones, los tres colosos, el cantante, el pianista y el pianista-director, están dando, con su empeño patético de seguir siendo lo que ya no son, la nota que nunca dieron. Es como el que se tiñe el pelo, se pone faja, peluquín y bótox, para tratar de fingir el secreto de la juventud y vivir el espejismo de seguir siendo lo que quizá fueron. ¡Don Hilarión!
No es dinero, protagonismo ni ambición lo que hace que estos recientes octogenarios insulten tan grotescamente sus carreras y el respeto a un público que ya no les aplaude por lo que hacen, sino por lo que fueron. ¿Qué necesidad tenía Pollini de programar en Salzburgo una obra tan imposible para sus actuales circunstancias como la monumental Sonata Hammerklavier? ¿Qué necesidad tiene Plácido de ir arrastrándose por los escenarios y ensombreciendo su propia realidad del ser el tenor más completo de la historia? ¿Qué necesidad tiene Barenboim de andar humillándose ante unos músicos -Filarmónica de Viena, DIVAN- que hasta hace meses le adoraban y ahora sobre todo sienten lástima? Ni es dinero -ya lo han ganado todo y más-, ni menos un reconocimiento del que andan sobrados…
Lo que buscan es lo mismo que el del tinte y los lifting: ¡seguir siendo! No les importa tanto que dentro de 200 años todos les recuerden y estudien en las universidades, sino el empecinamiento en seguir siendo lo que ya no son. La lección de Alfred Brendel, Fischer-Dieskau, Birgit Nilsson, Pilar Lorengar o Yuri Temirkánov -que acaba de colgar los bártulos-, no parece servirles. En lugar de dejar los escenarios con dignidad, cuando su arte y genio aún brillan, con la grandeza de haber sido y seguir eternamente como números unos, precisan la borrachera del aplauso, no ya como reconocimiento a lo que son, sino como si siguieran cantando, tocando o dirigiendo como antaño, como cuando “los años mozos de la juventud”. Optan por ser aplaudidas momias vivientes antes que figuras empeñadas en mantener el nivel de exigencia y excelencia que tanto definió y marcó sus triunfales carreras.
Quien firma estas palabras ha adorado sin reservas a estos tres colosos. Basta la Tosca de Sevilla de 1992, el Tristan de Bayreuth de 1993 o los Estudios de Chopin de los años setenta para justificar está adoración, que resistirá incluso este triste y decepcionante declive, en el que Barenboim hace el ridículo en Salzburgo intentando dirigir casi sin darse cuenta Mi Patria de Smetana o los segundos actos de Sansón y Dalila y Parsifal; Plácido anda mareado con sus asuntos mujeriegos; y Pollini, al borde del ataque cancelando sobre la marcha un recital para el que desde hace años no está en condiciones de afrontar…
La paciencia y generosidad del público y de la crítica tienen un límite. Los tres grandes -Maurizio, Domingo y Daniel- se han pasado siete telediarios al vulnerar el respeto al púbico y a la propia música. Pero, sobre todo, a sus propias grandiosas carreras y talentos. Por fortuna, y pese a estos rossinianos “pecados de la vejez”, dentro de no tantos años esta triste opereta final habrá desaparecido, y en la memoria colectiva solo quedara la ingente labor efectuada por estos tres ancianos colosos, pero que hoy, mu cho mejor harían si se quedaran en sus confortables y espaciosas casas, tocando el piano, canturreando, escuchando una partitura; dando clases magistrales, cursos y conferencias; recibiendo reconocimientos y homenajes entrañables… También disfrutando de una buena siesta, leyendo plácidamente la Prensa y alguna que otra novela…
Pero, como al rey de Torrente Ballester, nadie se atreve a decirles a estos tres poderosos egos la realidad que no pueden seguir en los escenarios. Y no es mal plan la retirada de estos casi eméritos. Y, desde luego, mucho mejor que seguir estrujando sin escrúpulos la maldita gallina de los ¡huevos de oro”. Han transcurrido ya cuatro años de la muerte de Montserrat Caballé y… ¡hoy ya solo se recuerdan sus Adrianas, sus Normas, sus Elisabettas…! Cuando haya terminado el doméstico y humano -demasiado humano- sainete final, las tres momias dejarán de serlo y se convertirán en lo que son: puntales de lo mejor de la gran historia de la música. Justo Romero
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