Los avances de la técnica a partir de 1940 han hecho posible el desarrollo de un negocio que parece imposible de frenar. El comercio pirata se alimentó en sus inicios de grabaciones en cintas magnetofónicas, luego de discos y en la actualidad de internet, lo que ha ocasionado que las casas discográficas alcen su voz para solicitar unas leyes que lo prohíban. El Congreso americano, por excelencia el país de la piratería, todavía no ha promulgado nada válido para la totalidad de la nación, aunque en algunos Estados se han redactado ya leyes en su contra. De acuerdo con la ley de 1909, aún válida, existen derechos de copia para las composiciones musicales, pero no para sus grabaciones o ejecuciones.
Esa piratería comprendía, entre otras actividades, la transferencia del sonido de un disco a otro, con posterior venta ilegal del mismo. Dado que cuando una compañía firma contrato exclusivo con un artista adquiere no sólo el derecho de sus servicios musicales, sino también el de usar su nombre a su gusto para promocionar la venta de sus discos, la presentación de las grabaciones piratas podía incluso ser diferente a las originales, llegando hasta la asignación de nombres falsos para los artistas.
Así, el primer caso famoso tuvo lugar en 1951, cuando apareció una grabación de Un ballo in maschera, que se suponía cantado por María Caniglia, Carlo Tagliabue y Cloe Elmo, siendo en realidad un registro de una representación en el Metropolitan con Daniza Ilitsch, Jan Pearce y Leonard Warren. Es además anecdótico el hecho de que el prensaje tuviera lugar en los propios medios de la RCA, que por entonces tenían contrato exclusivo con Pearce y Warren, sin que los directivos se enterasen.
En repertorio pirata se extendió después a otros campos, y así, Louis Amstrong y Sarah Vaugham figuraron en él. En 1954 surge una grabación histórica del ciclo íntegro del Anillo del Nibelungo, recogido en dieciocho discos, cuya fuente original fueron las representaciones del Festival de Bayreuth en 1953, y contando en su reparto con Regina Resnik, Wolfgang Windgassen y Keilberth como director. La calidad de las grabaciones fue inicialmente bastante floja, pero fueron apareciendo obras en un “estéreo” aceptable; tal fue el caso de Roberto Devereux con Montserrat Caballé.
Cuando un álbum, tal como The sound of music, fue un “best-seller”, enseguida comenzaron a proliferar las grabaciones piratas. Las compañías discográficas no podían prensar el material suficiente para atender la demanda del mercado, y la piratería aprovechaba estos huecos. Así, por ejemplo, se calcula que del álbum comentado las ventas de las copias ilegales sobrepasaron los dos millones de ejemplares.
El nuevo avance técnico de las “cartridges” (“cassettes” para coches) fue rápidamente aprovechado. La operación era aquí aún más fácil, ya que se reducía a pasar el sonido de una cinta a otra. Y llegaron luego los tiempos de internet actuales, facilitándose mucho la difusión ilegal a través de plataformas. Como reacción aparecieron empresas como Apple o Spotify que abarataron las grabaciones al consumidor al agrupar los catálogos de las compañías discográficas, así como recuperar y ofrecer también las grabaciones en vivo históricas.
También la resurrección del vinilo con presentaciones magníficas pero, a pesar de todo y aunque se perciba un cierto descenso de la difusión ilegal, ésta sigue existiendo. Sobre todo por las webs “Torrent” de compartición de ficheros. La justicia las cierra cada día y cada día aparecen nuevas. Es difícil poner puertas al campo.
Frente a este tema, la opinión pública se halla dividida. Se comprende el perjuicio que ocasionan a los artistas y casas discográficas, pero en algunos casos se aprobaba su existencia; así sucedía en el caso de los transvases de grabaciones antiguas de 78 r.p.m. efectuadas por los editores ilegales, sin cuya intervención muchas serían imposibles de oír, afortunadamente disponibles en webs como YouTube y otras.
El campo más productivo para la piratería es la ópera. Muchas de sus grabaciones corresponden a voces amadas en papeles que no han interpretado comercialmente. Así María Callas o Montserrat Caballé son “bets-sellers”. En algunos casos han llegado a coexistir en competencia tres ediciones ilegales de una misma representación. La mayor atracción de estos registros es conocer lo que el artista puede hacer por sí mismo en esos momentos.
En la mayoría de los grandes teatros está prohibido el uso de grabadoras, pero siempre es posible introducirlos de una forma u otra y más con los actuales móviles. Además, en muchas ocasiones, las propias direcciones de los teatros acostumbran a llevar un registro aditivo de sus representaciones, que por métodos extraños pasan después a manos de los piratas o de coleccionistas privados, que más tarde venden las grabaciones a otros interesados.
Las ganancias que este negocio proporcionan son muy elevadas. Una muestra puede hallarse en la Lucrecia Borgia de la Caballé, de la cual en 1970 se habían vendido 30.000 ejemplares ilegales, frente a los 40.000 de la original de la RCA. La versión pirata fue editada por un taxista que después pudo dedicarse a vivir de las rentas.
Para terminar, he aquí dos opiniones autorizadas sobre el tema en cuestión; la primera corría a cargo de uno de los piratas más activos de los Estados Unidos: “Callas grabó Norma y Tosca dos veces para Ángel. Cualquiera que adquiera nuestras versiones tendrá ya las anteriores. No competimos con las compañías discográficas” Por otro lado, Renata Scotto, manifestaba: “No tengo nada que objetar si mis aficionados desean llevarse mi voz a sus casas; pero cuando esto se convierte en negocio, la cosa cambia; no es porque no paguen a los artistas, sino porque estas grabaciones no muestran al artista en su plenitud: el sonido es pobre…”
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