La nariz es una historia burlesca y cargada de sátira en torno a la burocracia de Nicolas I. La escribió Gógol como uno de sus Cinco relatos petersburgueses entre 1835 y 1842. Dmitri Shostakovich decidió retomarlo en 1927 para lo que sería su primera ópera. Tenía entonces el compositor 21 años rebosantes de energía y parecía inevitable que la corrosiva mirada sobre la burocracia zarista se terminara entendiendo como una ácida visión de la Nomenklatura soviética que, en ese momento, pasaba del postleninismo al prestalinismo. Es una vieja historia que todo el mundo conoce ya, Shostakovich navegó las dificultades para el estreno de 1930, pero su primera ópera terminó en el olvido al que no es ajeno el estreno de su segunda ópera Lady Macbeth de Mtsenk cuatro años más tarde, en donde ya las críticas vinieron del mismísimo Stalin y se tornaron en amenazas lo suficientemente contundentes como para que el compositor, aún joven, entendiera que mejor no volver a componer ninguna otra.
Lo sorprendente de La nariz es que durante décadas incluso los más fervientes defensores de Shostakovich interiorizaran que era una ópera fallida. Las tornas cambiaron cuando la Ópera de Cámara de Moscú, que dirigía el intrépido y genial Guennadi Rozhdéstvenski montó la ópera en 1974, aún en vida de Shostakovich, que falleció dos años más tarde. Existe copia grabada por la televisión, pasada luego a DVD, y que, pese a las carencias visuales de la grabación, mostraba todo el espíritu aventurero de esa valiente versión, incluyendo alguna imagen del propio compositor en sus últimos años.
En Madrid, La nariz era una asignatura pendiente, al menos en la capital y, desde luego, estaba inédita en el Teatro Real. Así que fue recibida con alborozo la noticia de que se programaba, ¡al fin!, en la presente temporada. A las buenas noticias se añadía la de conocer al director de escena previsto, nada menos que Barrie Kosky, el brillante regista australiano que ha levantado el prestigio de la Ópera Cómica de Berlín y que había enamorado a los madrileños en su deslumbrante montaje de La flauta mágica hace pocos años.
Con esos mimbres, ¿qué podía salir mal? ¡Ay! Pensar así es desconocer el sendero de trampas por el que circula la vida operística actual. Da la sensación de que Kosky se ha liado la manta a la cabeza y ha preferido montar un espectáculo que incluyera muchos de sus recursos y obsesiones, incluyendo brochazos gais que, en esta ocasión, con un universo de machos eslavos, tenía poco o nada que aportar. Kosky ha aprovechado la arquitectura de esta ópera, con numerosos interludios instrumentales, que el joven Shostakovich utilizó por influencia de Wozzeck, para realizar una serie de números coreográficos, algunos brillantes, como el primero de todos con clara influencia del cine mudo, pero pronto inclinados hacia una suerte de cabaret trans que no dicen nada sobre lo que podría estar pasando en esta ópera. Aunque técnicamente todo está muy bien resuelto, la sensación que produce es la de desmaterializar lo que la ópera está sugiriendo, el absurdo burocrático del poder. Y si esta ópera tiene algunas dificultades de comprender sin aceptar todo lo que la sátira tiene de dislocada, el enredo permanente y la suciedad escénica la convierten en una suerte de opereta o musical caótico y críptico en el que se canta bien, se baila bien pero no sabe muy bien el qué y el por qué.
Y, por si quedaban pocas tonterías que añadir, de pronto aparecen unos personajes que hablan en español sugiriendo que esta ópera es una bobada, algo que cobra fuerza cuando, casi al final, aparece Anne Igartiburu haciendo de Anne Igartiburu, diciendo en español con palabras claras y con pronunciación de televisión, que toda esta historia es absurda, ¿quién pierde así la nariz y luego la recupera?
En suma, una propuesta necesaria y excelente convertida en un despropósito que produce más congoja aún por la calidad de todo lo que sucede en escena. Y es que el equipo artístico es excelente, el coro y el grupo de bailarines es de primer orden y hasta los extras son maravillosos, como no alabar el esfuerzo de esa chica joven metida en una nariz que le cubre el cuerpo y que es capaz de bailar claqué con un grupo profesional a su lado. El extenso grupo de cantantes son de alto nivel y, por supuesto, los protagonistas rozan lo sublime, especialmente, el protagonista Martin Winkler en su papel de Kovaliov, bajo-barítono que canta a la perfección, gime, aúlla, baila, brinca y hasta se casi desnuda en un prodigio de teatralidad operística.
El apartado puramente musical funciona como un reloj. Mark Wigglesworth, desde el podio, articula y dirige un grupo musical formidable que se metamorfosea en una orquesta de vanguardia, un grupo de cabaret o de circo y todo lo que le pide una partitura de extrema exigencia y que, solo por escucharla, vale la pena la visita al regio coliseo.
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