FESTIVAL DE SALZBURGO 2023
Macbeth en Salzburgo: Lady Grigorian
MACBETH, de Giuseppe Verdi. Opera en cuatro actos. Libreto de Francesco Maria Piave, basado en el drama homónimo de Shakespeare. Reparto: Vladislav Sulimski (Macbeth), Asmik Grigorian (Lady Macbeth), Tareq Nazmi (Banco), Jonathan Tetelman (Macduff), Evan LeRoy Johnson (Malcolm), Caterina Piva (Dama di Lady Macbeth), Alekséi Kulagin (Medico), etcétera. Orquesta Filarmónica de Viena. Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Director de escena: Krzysztof Warlikowski. Escenografía y vestuario: Małgorzata Szczęśniak. Iluminación: Felice Ross. Dirección musical: Philippe Jordan. Lugar: Salzburgo, Grosses Festspielhaus. Entrada: 2.179 espectadores (lleno). Fecha: sábado, 19 agosto 2023.
Como era previsible, Krzysztof Warlikowski la ha liado parda con su abigarrada, caprichosa y reinventada visión de Macbeth, apoyada en una fallida escenografía de Małgorzata Szczęśniak y la fría iluminación -modelo tanatorio- de Felice Ross. El resultado no es otro que un confuso batiburrillo escénico, con ínfulas y pretensiones de impacto, apoyado en proyecciones que distraen la atención de una acción perdida en la inmensidad colosalista del escenario del Festspielhaus, pero también en la mente abigarrada y retorcida de Warlikowski. Escenografía fea con avaricia, sin nada que ver con la acción, que igual sirve para una Agrippina que para una Vida breve o La venganza de Don Mendo. Con detalles tan sobados como el final del segundo acto, cuando con los comensales en la mesa -los Macbeth y sus invitados- se destapa la fuente y en lugar de un delicioso asado aparece el cadáver de un niño-muñeco. Vamos, copiadito de la escena -entonces sí genial- de la Blancanieves de Pablo Berger, cuando a la pobre Macarena García (Blancanieves) la perversa Maribel Verdú (Madrastra) le sirve bien guisadito en pepitoria el querido gallo “Pepe” con el que jugaba en el patio, y a la que obliga a comérselo.
La relación de sinsentidos en este nuevo pero ya ajado Macbeth resultaría tediosa por interminable. Apenas dos o tres apuntes para no robar espacio a lo importante, a la música. Macbeth asfixia al rey Duncan con un cojín, con lo que no hay sangre. Luego, sí, entra Lady Macbeth y se supone que embarra de rojo las vestimentas y todo lo que puede, pero es un rojo que se siente más falso que la falsa moneda: rojo mercromina, de atrezo. Tan inverosímil como la famosa lectura de la carta en el comienzo de la segunda escena: sí, muy bien leída por una voz masculina en off, mientras ella, la destinataria, permanece inerte en escena… El kilométrico sofá de aeropuerto; el tremendo arco iris, iluminado como si fuera para una vieja producción de Aida de Zeffirelli o de José Luis Moreno, o la confusa caracterización de los personajes… Todo parece empeñado en despistar y emborronar cualquier opción de sugestión plástica. Los niños “cabezones” tiene su chispita de gracia, pero… ¡menuda tontería! Tanto como las exequias del pobre Duncan, o la fantasmada del bosque de Birnam, resuelta con una simple proyección de cine de barrio sobre la gigantesca escena… Más visto que el tebeo.
Lo importante, incluso muy importante de este Macbeth festivalero, fue, sí y con diferencia, la música. Sobre todo, una Filarmónica de Viena que sonó maravillosamente verdiana, con la “italianità” metida en vena. Es la universalidad de la música cuando en el escenario hay un intérprete tan total y universal como la orquesta vienesa. No hay que ser italiano para tocar o cantar Verdi como los dioses. Tampoco español para tocar Albéniz como Alicia de Larrocha. El suizo Phillipe Jordan articuló una visión brillante y oscura a un tiempo, de tanta opulencia instrumental como recogimiento en los momentos más oscuros o tenebrosos. Fraseó y respiró con los cantantes, y concilió el formidable caudal sinfónico con unas voces importantes a las que siempre escuchó y atendió. Fascinante la cantabilidad de las cuerdas, tanto como el empaste y esmero dinámico de unos metales nunca estridentes pero siempre presentes.
Vocalmente, y esto era tan previsible como la “liada” de Warlikowski, la gran triunfadora, la que se llevó el gato al agua, fue una vez más la gran Asmik Grigorian. Inmensa cantante que se convirtió ella misma, en prodigiosa mutación, en Lady Macbeth, o aquí, Lady Grigorian. Se impuso en la escena y se impuso en la voz. Después de escucharla el sábado, uno piensa que, como años después hizo Shostakóvich, la ópera debería de titularse “Lady Macbeth”. Es ella la que mueve los hilos, la que utiliza al pelele de Macbeth para satisfacer sus propias ambiciones. Con su vocalidad inmensa, poderosa, siempre homogénea, carnosa y de agudos siempre certeros, y con un talento dramático absoluto, en el que en ningún momento el personaje parece interpretado, sino que es, así, tal cual.
La Grigorian es una prima donna de la escena operística, pero también teatral. Cantó con intensidad, poderío y ambición; firme, afinada, valiente y apasionadamente verdiana, incluso en una ópera de tantos ramalazos belcantistas como Macbeth. Inmensa tras la voz en off en el “Nel dì della vittoria…Vieni! T’affretta!”, toda su actuación fue una lección de canto y sentir verdianos. De superar incluso un ambiente y espacio tan poco estimulante como el de Warlikowski. Los dúos con el Macbeth de Vladislav Sulimski fueron puro teatro, en la mejor tradición callista. Para los anales del Festival queda el dúo “La luce langue”. Sin ser un barítono verdiano del pelaje de Carlos Álvarez o Luca Salsi, por no hablar de figuras legendarias, el bielorruso Vladislav Sulimski rezuma buen canto, solidez vocal y una idiosincrasia verdiana hoy notable pero con recorrido por delante. Cantó con emoción, pálpito y finas sutilezas el recitativo y aria “Pietà, respetto, amore”.
En el resto del reparto, destacaron también el bajo Tareq Nazmi, que en el segundo acto dijo y cantó con intensidad y rango “Studia il passo…Come dal ciel precipita”. Con su voz de lírico-ligero, el tenor chileno Jonathan Tetelman fue un Macduff de preciosísimo registro y línea de canto, lo que le sirvió para cargar de realce y brillo su gran momento de gloria, su muy aplaudida “Ah, la paterna mano”. Fue en definitiva, una tarde (la función del sábado comenzó a una hora tan imposible para el agosto español como las 15 de la tarde) de gran canto verdiano -a pesar de desajustes más que notorios del coro en el comienzo del tercer acto-; de gran sinfonismo verdiano, y de un maestro que ha lucido su efectiva condición de defensor del repertorio más puramente verdiano. Es lo queda. La escena, olvidada está. Maravilloso lo de la memoria selectiva. Justo Romero.
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