Lohengrin nunca será Andrea Chénier
ANDREA CHÉNIER, de Umberto Giordano. Drama histórico en cuatro actos, con libreto de Luigi Illica. Reparto: Piotr Beczała, Luca Salsi, Elena Stikhina, Seray Pinar, Noa Beinart, Armand Rabot, Felix Gygli, Dora Jana Klarić, Christopher Humbert, Robert Raso, etc. Orquesta del Mozarteum de Salzburgo. Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Dirección musical: Marco Armiliato. Lugar: Salzburgo, Grosses Festspielhaus. Entrada: 2.179 espectadores (lleno). Fecha: martes, 26 agosto 2025.
Piotr Beczała no convence en su debut como Andrea Chénier en Salzburgo © SF/Marco Borrelli
Andrea Chénier, la ópera maestra de Umberto Giordano, estrenada en 1896 en la Scala de Milán, es una de las primeras cumbres del repertorio verista, estilo tan italianísimo que la RAE define como “realismo llevado al extremo en las obras de arte”. Y fue precisamente ese “extremo”, la “italianità” recalcitrante que distingue a la ópera italiana y en particular a la verista, lo que faltó e impidió que Piotr Beczała, el protagonista titular de la versión de concierto presentada en el Festival de Salzburgo, alcanzara ni de lejos las cotas de emoción y pasión propia del género y del personaje, y que tan a raudales sí derrochó el gran triunfador de la noche, el barítono parmesano Luca Salsi.
Fue él quien se llevó el gato al agua con un incandescente Carlo Gérard que marca referencia. Tan perfectamente cantado como el Chénier de Beczała, pero al mismo tiempo, en sus antípodas expresivas. En medio la sólida y bien cantada Maddalena de la rusa Elena Stikhina, que, sin embargo, no logró hacer soltar ninguna lágrima en el milagro de “La mamma morta”.
La orquesta del Mozarteum sonó inesperadamente verista, y los coristas del Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor (¡el nombrecito se las trae!: trate de escribirlo y verá) se crecieron frente a su discreta intervención días antes en Macbeth. En el podio, el genovés Marco Armiliato (1967) puso orden, concierto y estilo, con una dirección efectiva, clara y detallista. Dirigió a lo “Gómez Martínez”, es decir, sin atril ni partitura.
Beczała -¿quién lo duda?- es una las voces más hermosas, poderosas y estilizados de la actualidad. Canta maravillosamente. Y desde luego cantó maravillosamente el personaje de Andrea Chénier, el joven y apasionado poeta, revolucionario y victima de la propia Revolución francesa.
Pero faltó en su interpretación ese punto de pasión, desesperación, de ir al límite, de arrojo, descaro y temperamento, tan consustancial al verismo y, más específicamente, al personaje fascinante de Chénier. Cantó maravillosamente el gran momento del Improvviso, “Un di all’azzurro spazio”, con esa voz pura, clara, perfectamente entonada y proyectada, bella y generosa que penetra hasta lo más recóndito y que tanto distingue al tenor polaco. Pero lo interpretó como si fuera Lohengrin cantando “In fernem Land”, sin ese punto de arrebato, de desesperación que “extrema” todo más allá de lo previsible.
Luca Salsi fue el gran triunfador de la tarde © SF/Marco Borrelli
Por otra parte, tanto él como la soprano Elena Stikhina cantaron pegaditos a la partitura, algo excusable en una versión de concierto, sí, pero que queda muy en evidencia cuando al lado se tiene a un Luca Salsi que deambulaba con soltura y determinación de un lado a otro del inmenso escenario del Grosses Festspielhaus, ajeno a partituras y gaitas, siendo Gérard y no “haciendo” de Gérard. Naturalmente, cantantes de la alcurnia del tenor polaco y la soprano rusa estuvieron notables y hasta más en el ardiente y célebre dúo final, a pesar de que adolecieron de la pasión y arresto que reclama libreto y pentagrama.
En ningún momento se sintió que estaban en la misma puerta de la guillotina. La frase “La nostra morte è il trionfo dell’amor” se escuchó entonada desde cabeza, pero no desde al alma. Entre lo notable, incluso lo sobresaliente, y lo excepcional hay un pequeño pero gigantesco abismo. El mismo que hubo entre el verismo de Salsi y el de Beczała. Corazón y cerebro. Norte y Sur. Tópico, pero tan cierto como el aire que respiramos y que Lohengrin nunca será Chénier ni la Merkel la Meloni.
Obviamente, visto lo visto, escuchado lo escuchado, el momento máximo de la desigual tarde verista llegó en el tercer acto, con un antológicamente cantado y narrado “Nemico della patria?” en el que Salsi derrochó a espuertas temperamento y voz y echó el resto y más con su voz vigorosa, rotunda, homogénea en toda la tesitura y matizada sin manierismos siempre al dictado de la expresión. Ya al comienzo de la ópera, en el monólogo de su primera intervención –“Compiacente a’ colloqui del cicisbeo”, dejó constancia del empaque y carácter de su interpretación, en la línea de los mejores Gérard de la historia, con Cappuccilli y Zancanaro como referentes no tan lejanos.
Notable y eficaz todo el reparto, particularmente Seray Pinar (la criada Bersi), Armand Rabot (Roucher), Felix Gygli (Pietro Fléville) y Noa Beinart como la vieja Madelon. Todos concertados con pálpito verista, brio, detalle y aliento por Armiliato, maestro cuajado al que no se le escapó detalle en el delicado trabajo de amalgamar y concertar los disímiles artistas que tenía ante sí. Al final, el público aplaudió y braveó con indiscriminado entusiasmo a unos y otros. Cosa de los tiempos. O de que estábamos en Salzburgo y no en Verona. Quizá…
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