Una función (casi) redonda
LA DAMA DE PICAS. Ópera en tres actos y siete cuadros. Libreto de Modest Chaikovski, basado en el cuento homónimo de Aleksander Pushkin. Reparto: Arsen Soghomonyan (Herman), Doris Soffel (Condesa), Elena Guseva (Lisa), Elena Maximova (Polina), Andréi Kimach (El conde Tomski), Nikolái Zemlianskikh (Príncipe Leletski), etcétera. Dirección de escena: Richard Jones. Escenografía y vestuario: John Macfarlane. Iluminación: Jennifer Tipton. Cor de la Generalitat Valenciana (Francesc Perales, director). Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats (Director: Luis Garrido), Escola Coral Veus Juntes (Directora: Roser Gabaldó. Orquestra de la Comunitat Valenciana. Dirección musical: James Gaffigan. Lugar: Palau de les Arts. Entrada: En torno a 1.000 espectadores. Fecha: Domingo, 1 octubre 2023 (se repite los días 4, 7, 10 y 14 octubre)
En el complejo entramado de elementos que convergen en cualquier representación operística, rara vez se produce un espectáculo “redondo”. Cuando no es la escenografía, falla la orquesta, algún cantante, el coro, la dirección musical… El estreno el domingo de La Dama de picas de Chiakovski en el Palau de Les Arts ha sido una de las rarísimas ocasiones en las que casi todo salió a la perfección. Una rara función de ópera de máximo rango escénico y musical, con un elenco vocal primorosamente diseñado (¡bravo!, Jesús iglesias, director artístico); coros excepcionales, una orquesta sin parangón en el mapa sinfónico español, y una dirección musical -James Gaffigan- que sintió y respiró con el escenario, el foso y -sobre todo- con la música arrebatada y apasionadamente romántica de Chaikovski. Para redondear la gran noche lírica, la más que veinteañera y muy viajera producción de Richard Jones se mantiene, tonterías aparte, tan fresca, lúcida y genial como cuando se estrenó hace ya más de dos décadas en la Ópera Nacional de Gales.
Se dice -y permítanme la divagación- que la base de un teatro son sus cuerpos estables: coro y orquesta. Lo tenía muy claro Helga Schmidt cuando CREÓ el Palau de Les Arts desde la nada. Pero el tercer elemento imprescindible es el público. Y esto es lo que distancia al Palau de Les Arts de otros teatros de menor entidad. El caluroso domingo de este 1 de octubre de inauguración de la temporada lírica, y pese a la formidable propuesta artística, hubo muchos, demasiados, intolerables claros en la platea. La playa venció por goleada a la música. Para colmo, no pocos asistentes no pararon de cotillear durante la función, mientras otros se abanicaban sin recato y ruidosamente, y otros, ajenos al escenario, miraban aburridos sus teléfonos móviles o escandalizaban con sus ruidosos caramelos. Bastantes acabaron, finalmente, por marcharse antes del final de la función. Un número bochornoso y vergonzante que chirriaba con la excelencia artística. Valencia y su gran casa de ópera necesita un público más fervoroso y preparado.
El reparto vocal no presentaba fisuras. Destacó el formidable Herman del tenor armenio Arsen Soghomonyan, que salió triunfante ante uno de los roles más exigentes y comprometidos del repertorio. Potencia vocal, fraseo, expresión y dicción se sumaron a una asunción dramática cargada de fuerza, aristas y convicción. Es difícil imaginar una encarnación más total y real de un personaje. Valiente, entregado y evolucionando vocal y escénicamente abrazado al personaje, con el que mantiene total identificación. Su gran escena final fue el colofón de una actuación que ya desde los primeros compases se sintió absoluta y sin fisuras.
Encontró perfecta réplica en la soprano rusa Elena Guseva, quien dio vida a una Lisa excepcional toda la noche. Ajustada a cada momento de la gran transición que sufre el personaje, hasta el terrible suicidio, que por obra y desgracias de Richard Jones ocurre con una bolsa de plástica en la testa, y no arrojándose a las aguas del Neva, como marca el libreto. Tanto en su gran aire del tercer acto –“Ah!, estoy cansada”- como en los “tiempos felices” e ingenuos del primer acto, o la gloria mozartiana del segundo, su actuación fue de más a aún más. Acaso faltó algo de carne en el asador, pero el rol reclama fragilidad y debilidad.
Su abuela, la tremenda y fascinante “Dama de picas”, la “Venus de Moscú” en sus tiempos parisiense de belleza, alcurnia, amoríos y fiestas palaciegas, fue la veteranísima mezzosoprano alemana Doris Soffel, que supo dar vida a las mil y una posibilidades que brinda el personaje. Impresionante y convincente actoralmente, supo y pudo cargar las tintas vocales. La escena de su muerte, en la bañera, sin revelar el secreto de las tres cartas, ante el enloquecido Herman, queda en el recuerdo de una actuación toda ella memorable. Alguien dijo que la “Condesa Doris” recordaba a Mayrén Beneyto. Igual no andaba tan descaminado.
Esa especie de Wolfram (Tannhäuser) ruso que es el Príncipe Leletski fue encarnado con credibilidad, medios y expresiva efusión por el bajo-barítono ruso Nikolái Zemlianskikh, que persuadió, convenció y conmovió en su famosa aria de la primera escena de segundo acto, que es un particular reflejo de la “canción de la estrella” wagneriana. La mezzo Elena Maximova dio plenitud a la buena de Polina, como el barítono ucraniano Andréi Kimach al conde Tomski. Todos los demás miembros del hilvanado reparto son acreedores de los mejores elogios.
La Orquesta de la Comunitat Valenciana fue un continuo flujo de excelencia y calidades individuales y de conjunto. Sonó plena, cálida, virtuosa y con un sentido dramático parejo a los de los grandes cantantes que había en escena. Ni un lunar ni un pero cabe a tan definitiva versión, bajo un inspiradísimo Gaffigan que bordó una de sus mejores noches, si no la mejor. Como también el Cor de la Generalitat, que atendió el sustancial protagonismo que le otorga Chaikovski con cum laude. Como los empastados y bien afinados niños de la Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats y de la Escola Coral Veus Juntes. Fue una versión musical de referencia. “De disco”, vamos.
La escena esta cargada de interés plástico, ideas y originalidades. Muy en el estilo de Richard Jones, quien ya dirigió en el Palau de Les Arts Ariodante, de Händel, en marzo del año pasado. Su trabajo formidable no logra ser mermado por las tonterías e incongruencias que contiene. Desde el citado suicidio de Lisa, a la calavera de la Condesa que sale de entre las sábanas de Herman. Como escribe Francisco Ortega, “esta necrofilia del ludópata en el camastro con el artilugio óseo gigante, no da miedo, sino risa”. Menos controvertido es el cambio de época de la ópera, a pesar de conllevar serías contradicciones mal resueltas. Más pena que risa producen los gorritos de McDonald y la coronita de roscón de reyes que ridiculiza a Herman… Tonterías en forma de minucias que, en cualquier caso, no devalúan este fino trabajo escénico virtuosamente movido e iluminado. El éxito fue, como no podía ser de otro modo, excepcional. Quedan cuatro funciones. No se lo pierdan. Y si tienen abanico, déjenlo en casa: por respeto a sus vecinos y a Chaikovski. No es buen compañero para ir a la ópera. El domingo, en el Palau de Les Arts, solo faltó gente comiendo pipas. Justo Romero
Publicada en el diario Levante el 3 de octubre
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