13 de diciembre de 2024

Radio Clásica

Argentina

Crítica: El caballero avaro de Rachmaninov en la Fundación Juan March

La avaricia como trastorno psicológico

Rachmaninov:El caballero avaro”. Ihor Voievodin, Juan Antonio Sanabria, Isaac Galán, Gerardo López, Javier Castañeda. Dirección musical y piano: Borja Mariño. Dirección de escena: Alfonso Romero. Fundación March, Madrid, 28 de septiembre de 2022.

Escena de El caballero avaro. Fundación Juan March

Ha comenzado con buen pie el curso musical en la Fundación March, y lo ha hecho con un plato fuerte que se integra en la apartado, bien servido por la entidad, del Teatro musical de cámara. A Rachmaninoff se lo asocia poco con el género lírico, aunque fue autor de otras dos ópera, además de esta: Aleko y Francesca da Rimini.

El Caballero avaro, sobre texto de Pushkin, vio la luz el 24 de enero de 1906 en el Bolshoi de Moscú. Previamente, en 1904, se había conocido una versión con piano, que es la que se ha ofrecido en esta ocasión. Seguía el compositor la senda abierta por otros colegas coetáneos: Dargomiski con “El convidado de piedra”; Rimsky-Korsakov con “Mozart y Salieri” (programada por la Fundación en 2017); y Cesar Cui con “Festín en tiempo de peste”, todas ellas basadas también en textos de Pushkin.

El veneno de la ópera alimentaba el espíritu creador de nuestro músico, que en 1902 se había dado un buen atracón wagneriano en su visita a Bayreuth donde llegó a ver la “Tetralogía”,El Holandés errante” y “Parsifal”. Y hay no poca influencia del compositor alemán en algunos de los rasgos principales de la obra que tratamos, que se extienden asimismo a “Francesca da Rimini”. El argumento de «El Caballero avaro” excluye a los personajes femeninos.

Los cinco que intervienen son hombres, que se mueven en una intriga que estudia las consecuencias del pecado de la avaricia, “reflejadas” –como se comenta en el avance dado por la Fundación- “en una patológica relación paterno filial ambientada en la Edad Media”. La partitura posee, desde luego, una atmósfera oscura y angustiosa que se aleja de la ópera coetánea más tradicional y presenta a un controvertido personaje, el del usurero judío.

La ópera tiene un solo acto que se divide en tres escenas trazadas sobre un recitativo melódico continuo, en el que aparecen poderosos motivos recurrentes. Hay un muy largo monólogo central del Usurero que trae a la memoria la extensa parrafada de Gurnemanz en “Parsifal”. Es, no cabe duda, la pieza maestra de la obra. Su contenido musical y filosófico desborda el cuadro lírico habitual y pide al intérprete cualidades excepcionales de comediante y de cantante.

No pocas de ellas atesora el barítono Ihor Voievodin -pese a la caracterización, demasiado joven para el cometido-, que posee una voz bien timbrada, de buen metal, bastante extensa, con cierta pérdida de esmalte en la zona superior. No es amigo de excesivos claroscuros, con los que el personaje tendría una encarnación más cumplida. Pero maneja un buen fiato, es expresivo, decidido y valiente. Más que notable. En el papel del hijo le dio la réplica el tenor Juan Antonio Sanabria, un ligero de timbre claro, no muy poblado de armónicos. Cantó con entrega y se esforzó no poco para atender a la difícil y tirante escritura, con abundantes escaladas al La y al Si naturales agudos. Emite con frecuencia sonidos abiertos y descarnados. No se le puede negar la honrada entrega.

A excelente nivel los “secundarios”. López, también tenor, de timbre más brillante, dibujó un prestamista de mano maestra, con frases bien esculpidas e intencionadas. Galán, barítono de buenas hechuras, contundente y seguro, mostró autoridad en la parte del Duque y Castañeda, como sirviente, puso de nuevo en evidencia su amplio espectro de bajo auténtico. Todos se esmeraron en una muy aceptable pronunciación del ruso. Estuvieron sostenidos, acompañados y excelentemente servidos por Borja Mariño, que, desde el piano apoyó, fraseó, subrayó e hizo notar los contrastados episodios con talento y vigor. Suya fue también la atinada dirección musical.

La escena fue dirigida por Alfonso Romero que, muy inteligentemente, sitúa la acción medieval en un momento indeterminado posterior, pero con la atadura y la presencia de un tríptico medieval, tres tablas, pintura, palabra y música, referencia directa a la ambientación histórica de Pushkin. En la segunda, la del gran monólogo, el director de escena subraya el trastorno psicológico del protagonista que lo lleva a montar un ritual quasi erótico. Una escena de gran potencia, en la que todo confluyó para bien. Colgadas sobre la escena se colocaron una serie de pequeñas pantallas ilustradas con motivos alusivos a la peripecia física y psíquica.

Todo funcionó, suponemos que gracias entre otras cosas a una buena labor de ensayos y al trabajo de gente competente en las otras labores: escenografía de Carmen Castañón, vestuario de Gabriela Salaverri, video de Philipo Contag-Lada e iluminación de Félix Garma. Sonia Gómez Silva fue la ayudante de dirección. Arturo Reverter

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