A los pocos días de acabada la Segunda Guerra Mundial, un viejo y vencido compositor esperaba a las tropas americanas en la puerta de su casa de Baviera. Cuando apareció un oficial americano, el viejo autor descendió por la escalera y le dijo al oficial: “Soy Richard Strauss, el compositor de Salomé y El caballero de la Rosa”. Al margen de la dramática circunstancia histórica, la afirmación de Strauss era casi su currículo esencial, lo que diría a las puertas del cielo o escribiría en el Libro de los muertos para pasar la definitiva prueba del juicio de Osiris. Y la cuestión es, ¿por qué Strauss no le dijo al oficial americano que era el compositor de Arabella?
Ambas óperas, El caballero de la Rosa y Arabella, pesan casi lo mismo en cuanto a intencionalidad, riesgo artístico y calidad. Así lo pretendía Strauss cuando escribió a su genial libretista Hugo von Hofmannsthal que quería rememorar el éxito de El Caballero de la Rosa, que había sido su segunda colaboración, mientras que Arabella sería la sexta y última. Las dos constituyen la clave de bóveda de su producción lírica, las dos dan forma a un universo elegante, típicamente vienés, en forma de comedia de enredo. Y las dos son extraordinarias, tanto en texto y dramaturgia como en composición. ¿Por qué, pues, una alcanzó una popularidad instantánea y fulgurante y la otra no?
Se me ocurre que el éxito es una extraña expresión que engloba elementos incontrolados ligados a las expectativas de cada época. No puede ser de otro modo que El caballero de la Rosa, estrenada en 1911, en un momento en el que aún no había saltado por los aires el cascarón del Imperio Austro-Húngaro, deleitara a un público que no sabía lo que solo tres años después se le vendría encima, y que el éxito alcanzado pudiera sobrevolar guerras y catástrofes. Mientras que la otra, Arabella, se concibiera a finales de los años veinte, cuando la desazón atenazaba los espíritus y, como coherente colofón, se estrenara en verano de 1933, con los nazis dueños de la situación hasta la hecatombe final de 1945, cuando el oficial americano se presenta para confinar en su casa al viejo compositor, cómplice de los nazis hasta que estos le tocaron las narices, a él, el autor de El Caballero de la Rosa.
Todo esto explica sucintamente que Arabella, la última y adorable criatura de la pareja Strauss-Hofmannsthal haya pasado por valles sombríos: los nazis; la guerra; la postguerra; la primacía de una vanguardia artística que abominaba lo que oliera a pasado y a nostalgia; los dos grandes nichos a los que recurrió Hofmannsthal y, al final, la formidable inercia del mercado operístico institucionalizado que ha ido arrastrando los pies frente a una ópera que se ha ido salvando por la fuerza de su protagonista, Arabella, y el tesón de muchas cantantes de éxito que no podían desperdiciar un rol tan formidable. Así, por ejemplo, el Liceu de Barcelona presentó en primicia su Arabella con la participación de una joven y luminosa Montserrat Caballé en 1962. Pero Madrid ha tenido su particular purgatorio en asuntos operísticos y ha necesitado 90 años para ofrecerla y para asombrarse de que un título de tal calibre siguiera ausente.
Junto a la nostalgia de un pasado casi de cuento, Hofmannsthal introduce dosis justas de amargura, lucidez y, sobre todo, un ingrediente que ahora brinda una lectura muy actual, el empoderamiento femenino. En El Caballero de la Rosa, es la Mariscala la que debe renunciar a su joven amante para poner en su sitio el orden biológico de las cosas, no sin antes proclamar que los hombres son inmaduros y estúpidos en diversos grados. En Arabella, la protagonista tiene que salvar a su familia, arruinada por deudas de juego de su padre, y lo debe hacer sin renunciar a su legítimo anhelo de amor. Pero, además, debe enseñar a su tosco pretendiente, el rico croata, cómo se gestiona el perdón. Este portentoso final emparenta Arabella con el final de Las Bodas de Fígaro (Mozart/Da Ponte), pero Arabella se juega más que la Condesa dapontiana, es más generosa y más inteligente. Tras haber sido injuriada injustamente por su pretendiente, debe darle una lección de lo que es el perdón para que el zafio provinciano no se hunda en la autoaflicción. Este portentoso final muestra la enorme riqueza literaria de Hofmannsthal, quizá el mejor libretista de la historia.
La producción que presenta el Teatro Real tiene como puntos claves un equipo artístico fuertemente compenetrado. Los protagonistas, la soprano americana Sara Jakubiak (Arabella), y el barítono austriaco Josef Wagner (Mandrika) tienen un nivel de excelencia muy notable. Pero el resto del reparto no anda a la zaga, destacaría a la Zdenka de la soprano Sarah Defrise, la Condesa Adelaide, la madre de Arabella, que borda la adorable y veterana mezzo Anne Sofie von Otter, y el Matteo, principal tenor de la ópera, de Matthew Newlin. La dirección musical es lúcida y el alemán David Afkham, afincado en Madrid como titular de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE), se recrea en un repertorio que ama y domina y transmite a la Orquesta del Real el pulso justo para convertir las tres horas de música en un festival straussiano. En resumen, la parte musical de la producción es la parte fuerte.
Queda el lado teatral. Esperaba más de Christof Loy. Su apuesta por un montaje casi de garaje tiene, no lo dudo, momentos luminosos, pero en otros la historia pierde dimensiones importantes. Es peligroso creerse más listo que Hofmannsthal. En primer lugar, el contexto vienés de mediados del siglo XIX es algo más que decoración, es un personaje, interviene en la configuración de las emociones y las constricciones sociales sin las que el asunto se debilita. El baile del segundo acto, que es la parte más brillante de la propuesta de Loy, tiene más de batiburrillo que de rito iniciático, y la parte más fallida es cuando Mandrika, al perder el control, termina realizando una auténtica agresión sexual a la pobre Fiakermilli, la animadora del baile; no creo que estén los tiempos como para frivolizar una cosa así. En el capítulo de hallazgos, se encuentra el final, cuando la pareja protagonista, ya reconciliada y dispuesta a quererse por toda la eternidad, se introducen en un agujero negro; queda un tanto pesimista, pero hay que reconocerle un alto grado de lucidez. En suma, una producción escénica que incorpora saludables puntos de vista más actuales que los de antaño, pero que no tienen en cuenta que Arabella no se ha visto nunca en Madrid, y que bautizarse con esta versión altamente desnatada amputa altos grados de sentimientos, tan íntimamente entrelazados con una peripecia de relojería suiza, como lo es siempre la dramaturgia de Hofmannsthal.
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