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Obituario: Gary Lakes, tenor wagneriano

PorBeckmesser

Nov 19, 2025

Gary Lakes, tenor wagneriano

Gary Lakes, tenor wagneriano

El tenor estadounidense Gary Lakes

El mundo wagneriano está de luto. Si hace apenas unos días -el 13 de noviembre- falleció el gran bajo-barítono neozelandés Donald McIntyre (ya saben, el rotundo Wotan de Chéreau-Boulez en el célebre Ring del Centenario), ahora llega la noticia de que solo dos días antes, el 11 de noviembre, murió en Pittsburgh el tenor Gary Lakes. Contaba 75 años (había nacido en Oklahoma, en 1950), y durante los años ochenta y noventa del siglo pasado fue uno de los tenores heroicos más solicitados y apreciados.

Era una época ayuna de voces de relieve en su particular tipología vocal, y Lakes destacó en roles tan emblemáticos como Florestan (que cantó precisamente en Sevilla, en el Teatro Maestranza, en los dos Fidelio que el Metropolitan de Nueva York ofreció en versión de concierto durante la Expo-92), Tristan, Parsifal, Eneas (Los Troyanos), el Emperador de La mujer sin sombra o Siegmund. Precisamente este último papel wagneriano lo ubicó en el reconocimiento universal, al protagonizarlo junto a la Sieglinde de Jessye Norman en la famosísima grabación en cedé y DVD de La Valquiria, registrada y filmada en el Metropolitan, con dirección de escena de Otto Schenk y musical de James Levine.

Había comenzado los estudios de canto en la Southern Methodist University, con el tenor Thomas Hayward, quien influyó decisivamente en su formación y pronto se convirtió en su mentor. Posteriormente  los completó en la Music Academy of the West en Santa Bárbara y en el estudio de la Seattle Opera, con William Eddy. Fue precisamente en la Ópera de Seattle donde se produjo su debut profesional, en 1981, con el papel de Froh, en El oro del Rin. Fue el inicio de una carrera siempre creciente. En 1983 fue Florestan en el Bellas Artes de México, y un año después encarnó el papel de Samson (Samson et Dalila, Saint-Saëns) en Carolina del Norte.

Pero su salto al estrellato lírico no llegó hasta 1986, cuando debutó en el Metropolitan, como el Sumo Sacerdote, en Idomeneo de Mozart. El éxito le consolidó como el tenor spinto y heroico favorito del teatro neoyorquino, donde abordó, entre otros, personajes tan diferentes como Erik (El holandés errante), Lohengrin, Don José (Carmen), Grígori (Borís Godunov), Laca (Jenůfa), Samson, el Emperador (La mujer sin sombra), Jimmy Mahoney (Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny), y, por supuesto, el ya citado Siegmund.

Otros sustantivos personajes de su amplio repertorio, en el que el repertorio wagneriano fue columna vertebral, fueron Lohengrin, Siegfried o  Bacchus (Ariadne auf Naxos). Por supuesto, no faltaron en concierto La canción de la tierra de Mahler y la Novena de Beethoven, así como oratorios y Lieder. Era un tenor al que no le temblaba la voz ante los roles heroicos, que combinaba con evidente sensibilidad lírica. A su imponente presencia escénica -era considerablemente alto y corpulento-, sumaba una musicalidad refinada y una inteligencia interpretativa apreciada tanto por el público como por sus propios colegas.

Su voz, potente, ancha y robusta, servía interpretaciones dramáticas en las que destacaba la honestidad con la que abordaba sus papeles. Sin embargo, pronto, a comienzos del siglo XXI, comenzó a perder consistencia y perder flexibilidad, particularmente en el registro agudo, que comenzó a sentirse tenso y forzado. En un Samson que interpretó en la Ópera de Los Ángeles en 1999, la crítica subrayó este deterioro. Los Angeles Times publicó entonces que su voz “sonó más delgada y tensa”, aunque no dejó de alabar su “claridad dramática” y dicción francesa. Pocos años después, a principio de los 2000, optó por abandonar su carrera.

Deja un selecto legado discográfico, y, sobre todo, el ejemplo de su bonhomía e integridad artística. Tras su retirada de los escenarios, se estableció en Pittsburgh, donde finalmente falleció. En el recuerdo personal, queda una maravillosa noche de verano en una fiesta improvisada en el jardín de un chalet a las afueras de Sevilla. Fue el 1 de junio de 1992, y acababa de cantar Florestan en el Teatro Maestranza.

Allí estuvo hasta casi el amanecer. Bebiendo, riendo y dando abrazos a tutti quanti. Feliz y entrañable como lo que acaso era: un niño muy grande. Aquella noche estival, regada con manzanilla y jazmines, Florestan estuvo a punto de lanzarse por sevillanas. Descansa en el Walhalla de los dioses,  inolvidable gran artista.

Justo Romero

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