La prensa de su país comunica el final de la carrera de Eva-Maria Westbroek, “la mejor cantante de los Países Bajos”, que interpretó desde Isolda o Sieglinde a las grandes heroínas italianas y creó el inolvidable papel de la conejita de Playboy, Anna Nicole Smith, en Covent Garden.
La soprano creó el rol de Anna Nicole en Covent Garden
La última vez que la vi fue hace un par de años, o así, cuando la ONE programó aquella Salomé con una amiga común, la magnífica Lise Lindstrom, en la que también intervenía su marido, el tenor Frank van Aken. En la zona de camerinos del Auditorio Nacional compartimos recuerdos acerca de su debut como Isolda, en la ópera de Wagner, que había realizado en La Coruña, en 2013, bajo la batuta del genial Eliahu Inbal, al frente de una espléndida Sinfónica de Galicia, y con el añorado Stephen Gould como insuperable Tristán en esos días.
Ahora se acaba de hacer público que la soprano Eva-Maria Westbroek, a los 55 años, abandona la ópera tras más de mil funciones a sus espaldas. Lo cierto es que ya llevaba algún tiempo (desde la pandemia, podría asegurarse) alejada de un circuito que olvida demasiado pronto a los que en otro tiempo, aún muy próximo, fueron sus ídolos. Hay empujones y codazos por abrirse paso, así que si una estrella consagrada resuelve apartarse del camino, pocos parecen dispuestos a añorarla: al contrario, para algunos su gesto resultaría casi un favor.
Eso suele suceder a menudo con los compañeros. El público es otra cosa; sus intereses, distintos. En España, nadie que hubiese asistido olvidará las soberbias funciones que Westbroek, con su volcánica personalidad escénica y el innegable atractivo de su melena cobriza, cantó de Lady Macbeth de Mtsensk (la ópera que enfrentó a Stalin con Shostakovich en desigual combate) en el Teatro Real: de una intensidad reservada solo a las grandes artistas de raza, como ella.
Y en Londres, ¿quién podrá borrar de la memoria su caracterización de Anna Nicole en la ópera de Mark-Anthony Turnage, entre las mayores contribuciones a la lírica contemporánea, uno de los más logrados, certeros e íntimos retratos de una época, los 90, en Norteamérica, donde comenzaron a forjarse algunos de los monstruos de nuestros días, como el de esa fama que no debe su razón a ningún mérito basado en el esfuerzo, en el cultivo de hondos saberes científicos o talentos artísticos depurados, sino en la mera ilusión de una simple imagen, gesto o balbuceo inútiles pero de indudable eficacia gracias al efecto multiplicador de las pantallas?
No deseo que estas líneas, únicamente para comentar una noticia que acaba de aparecer en la prensa de su país (“Eva-Maria Westbroek, la mejor cantante de ópera de los Países Bajos, se jubila”, era el titular) estos días, y que apenas ha alcanzado un mínimo eco en el mundo musical (el verano, con sus cosas, tampoco ayuda a darle una mayor difusión), adquieran el tono de un extemporáneo obituario. Además, siempre podría regresar.
Mejor la llamaré a ella, y quizá el hilo de la conversación, con su español trufado de giros chilenos (lo heredó de un antiguo novio de aquel país), sirva para aportar, más adelante, unas luminosas reflexiones suyas que puedan ser de alguna utilidad a los artistas que hoy comienzan a dar sus primeros pasos en este mundo, tan fascinante y pleno de fulgores como complejo, con sus inesperadas asechanzas y sutiles recovecos.
Su periplo por los mejores escenarios (cómo no recordar, también, su apasionada Sieglinde junto a Jonas Kaufmann, y el gran James Levine, en el Met), alcanzó para quince años: tampoco el de la Callas, en absoluta plenitud, resultó mayor. Casi siempre conviene ahorrar, pero cuando se tienen a disposición propia recursos tan preciosos (una voz bella y caudalosa, presencia magnética, un instinto dramático cautivador), cómo no mostrarse generoso en el dispendio si se trata de satisfacer la avidez de los distintos públicos, tan huérfanos de genuinas emociones estos días.
Le recordaré cuando, poco después de su Isolda gallega, que se ofreció en concierto, hablamos de su debut escénico completo del papel, que se produjo poco después en un importante teatro alemán (también tenía previsto cantarla en Bayreuth). No le había gustado demasiado aquella experiencia, por lo de casi siempre, lo que tenía que ver precisamente con la producción, que la obligaba a cantar casi todo el tiempo al fondo del escenario.
Para quitarle hierro ante su evidente disgusto, le dije que el problema seguramente no habría sido ese, sino la imposibilidad de encontrar, en los entreactos, por Dresde, una tortilla como la que le llevábamos todos los días a su camerino, ya desde los ensayos, durante las pausas. Con su proverbial sentido del humor, asintió.
(Publicado el 23 de agosto en “El Debate”)
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